domingo, 20 de diciembre de 2009

REGRESO AL CORAZÓN DE EUROPA

Cuando aterricé en Madrid el viernes 13 de Noviembre tras mi primera aventura europea, me las prometía muy felices pensando que al menos en dos o tres meses, e incluso con un poco de suerte hasta cinco o seis, no tendría que regresar al supuesto centro de poder europeo. Craso error. La semana siguiente a mi vuelta a Madrid me encontré con la sorpresa de que de nuevo, en exactamente siete días, tenía que regresar a Bruselas para una nueva reunión, también en viernes de 09:00 a 13:00 horas.

Una vez superada la primera sorpresa, de nuevo me puse en marcha para resolver los temas de intendencia, los más importantes en un primer momento. El tiempo, ¡de nuevo! era un bien escaso. Si no me movía deprisa no tendría habitación en el confortable First Euroflat Hotel, estratégicamente situado en los aledaños de las instalaciones europeas. La escasez de tiempo no me permitía afrontar ¡también de nuevo! la posibilidad de pensar que esta vez sí debería quedarme el fin de semana para conocer Bruselas, como de nuevo me sugería mi entorno habitual. Entre la espada y la pared y sobre la marcha, me dije que otra vez sería, y le pedí a Concha, eficiente 100% en estos menesteres que me reservara exactamente los mismos vuelos que dos semanas atrás. En cuanto a la investigación para la reserva del hotel, me llevó a la muy desagradable sorpresa de que los 150 euros en números redondos que había pagado en mi primer viaje con reserva hecha a través de la Representación Permanente de España ante las instituciones europeas con sede en Bruselas, se convertían ahora en 250, es decir 100 euros más de lo abonado en mi primera estancia y también 100 euros más de lo que cubre mi dieta. En esta tesitura no me quedó otra alternativa que echar de nuevo mano de la más que eficiente Judith, funcionaria de la Reper (así llamamos familiarmente en el argot funcionarial a la representación diplomática española ante la UE) para volver a obtener el mismo precio que en mi primera visita a Bruselas.

Resuelto el tema de intendencia, el resto ya dejó de preocuparme, al contrario que en mi bautismo de fuego. Esta vez ya sabía todos o casi todos los arcanos a los que me iba a enfrentar y por ende estaba mucho más tranquilo. Esa misma tarde ocurrió además un acontecimiento inesperado: cuando recogía a mi nieta Eloísa en el cole y la llevaba de regreso a su casa, ya en las escaleras de la vivienda de mi hija recibí la llamada de un amigo muy querido del que hacía muchos meses, quizás más de un año, del que no sabía nada. Mehmet, turco al que conocí en mi primer destino en Estambul como Agregado Comercial de España en 1990, me informaba de que acababa de abrir un restaurante justo al lado del ministerio, en Profesor Waksman 11. Le prometí que probablemente iría a comer con dos amigas, ya que los viernes quedo “liberado” de la obligación de recoger a mi nieta que ese día sale del colegio a las 13:30. Le dije a Mehmet que en cualquier caso, fuera o no a comer, me acercaría a media mañana a darle un abrazo.

Dicho y hecho, al día siguiente viernes organicé la comida, a la que me empeñé en invitar a mis dos paños de lágrimas que me aguantan habitualmente en el desayuno de media mañana, es decir, para que no queden dudas, Soco y Celia. El llevar a buen término la empresa me supuso el vencer un cúmulo de no pocas dificultades que sería prolijo enumerar aquí, hasta el extremo de que Soco “que está por encima del bien y del mal” y que como persona casi se aproxima a la santidad, estuvo a punto de enfadarse conmigo, ¡la primera vez que yo recuerde en los muchos años, seis o siete, que hace que nos conocemos! Por supuesto, la culpa fue mía, y todo quedó resuelto tras el consiguiente perdón solicitado por mi parte y el indulto otorgado por Socorro. Cuando se lo conté a Celia, ésta se reía y me decía que sí, que Soco es una grandísima amiga y un pedazo de pan, pero que tiene su carácter.

Estuve con Mehmet, nos dimos un gran abrazo, dos besos a la turca y para mi gran alegría constaté la preciosa decoración del restaurante, el perfecto servicio y una grandísima y fina cocina con gran variedad de platos que dejamos a la elección de Mehmet. Lo recomiendo vivamente.

Pasado el inciso de la comida del viernes en el restaurante OMAR, que así se llama, inicié la semana pensando en mi nuevo viaje a Bruselas y sobre todo en cómo resolver satisfactoriamente el control del aeropuerto belga en mi vuelo de regreso tras el episodio de mi primer viaje.

El jueves 26 de Noviembre desayuné a media mañana con las dos amigas habituales en el autoservicio del ministerio, uniéndose al final mi hijo Mariano que había finalizado una serie de gestiones que tenía que realizar en Madrid capital y que se quedó a comer con Soco y conmigo en el ministerio.

A las 15:30, exactamente igual que dos semanas atrás cogí un taxi en la puerta del complejo de Cuzco con dirección a la terminal 2 de Barajas. Saqué la tarjeta de embarque de mi vuelo, así como la del vuelo de regreso del día siguiente. Hasta ese instante todo fue bien, como coser y cantar.

Tocaba a continuación pasar el control del aeropuerto y aquí comenzaron a torcerse las cosas. Había quedado tan traumatizado de la vez anterior que en esta ocasión había optado por despojarme previamente de todo aquello que pudiera hacer sonar la alarma, de modo que antes de realizar mi paso por “seguridad” me había desprendido no solo del reloj, teléfono móvil, estilográfica y bolígrafo, tirantes y pisacorbatas, sino incluso de la cadena de oro con las dos medallas así como de las alianzas. Todo ello, más los líquidos que llevaba conmigo en una bolsa de plástico transparente, así como la chaqueta y el abrigo, lo deposité en dos bandejas que en unión del trolley pasaron por la cinta del escáner. Por mi parte, muy tranquilo, (solo llevaba encima de mí los pantalones, camisa, corbata, la ropa interior y los zapatos), me dispuse a traspasar henchido de confianza el arco de seguridad. ¡¡¡Catástrofe!!! Sonó estridentemente la alarma. En ese momento mi ánimo se vino abajo. Me hicieron quitar los zapatos que pasaron por el escáner y me realizaron el correspondiente cacheo tras el cual quedé libre y pude organizar mis pertenencias una vez pasado el control, pero mi pensamiento estaba ya puesto en el día siguiente, en el regreso y control en Bruselas. Los funcionarios madrileños, que cumplen sin duda con su deber (igual que lo hicieron antes los de París), son mucho más flexibles y, digamos “humanos” que los belgas, que dan la sensación, siempre con corrección y educación, eso sí, que están realizando una tarea esencial en la que la seguridad del Estado está en juego, de modo que mi ánimo ya estaba dispuesto para el viaje de vuelta como cordero dispuesto al sacrificio, ya que no se me ocurría qué es lo que había podido hacer sonar la alarma.


Tras un vuelo agradable de dos horas de duración y la consiguiente merienda-cena caliente y muy rica por cierto, (de nuevo el ragout estilo belga), aterrizamos en Bruselas con un tiempo frío y lluvioso que no me dio tiempo casi a “disfrutar” pues cogí enseguida un taxi que me depositaba en 15 minutos en el hotel, donde me recibió de nuevo el mismo empleado de dos jueves atrás que en esta ocasión ya no me hizo rellenar ficha alguna, sino que simplemente me dijo que la firmara, y me dio la correspondiente tarjeta magnética de la habitación 709. Cuando abrí la puerta de la misma no puedo decir que me sorprendiera, pero sí que constaté que si buena y amplia había sido la mini suite de la vez anterior, ésta lo era aún más, ya que también incluía un amplio sofá además de un galán de noche con plancha de calor para los pantalones. Realicé varias fotografías con mi Contax digital que no sé si atinaré a colocar en este blog, donde todavía soy neófito en casi todo.

Tras cambiar el traje de chaqueta por un pantalón sport y un jersey, y deshacer el corto equipaje, decidí que era el momento de hacer una visita al Cavallino, en la rue Franklin 3, el restaurante italiano que me había “acogido” dos semanas atrás. La verdad era que no tenía, como se dice en argot “hambre de lobo” tras la merienda/cena caliente del avión, pero pensé que si no tomaba algo ahora (serían alrededor de las 21:00 horas) transcurriría demasiado tiempo hasta la hora del desayuno.

Así pues, traspasé la puerta del restaurante, donde me reconoció la camarera que me había atendido con anterioridad y me situó en “mi mesa habitual”. Tras repasar la carta caí en la tentación de pedir unos espaguetis carbonara; ya que hacía tiempo que los había “desterrado” de mi dieta habitual con gran dolor por mi parte, (pues además de exquisitos es una de mis recetas estrellas que, modestia parte, bordo,) decidí que era la ocasión de darme un pequeño homenaje y “comparar” mis habilidades culinarias con las de un restaurante de calidad y reconocido prestigio.

Los espaguetis estaban muy buenos, aunque para mi gusto, no tanto como los míos; demasiada crema y mantequilla, razón por la cual, muy probablemente, no pude terminarlos. Elegí de postre tres bolas de helado de vainilla (la camarera me proponía alternar dos bolas de vainilla con otra de chocolate caliente) para “desengrasar” y tras pagar la cuenta, y cerca ya de las 22:00 horas con tiempo muy frío y lluvioso, recorrí los 100 metros que me separaban del hotel acompañado del humo de un Camel sin filtro, ya que desgraciadamente, y ésta era la parte negativa de mi “executive room”, mi habitación no permitía fumar en ella.


Poco a poco voy oyendo el timbre del despertador de mi teléfono móvil que sube de tono gradualmente. Son las 07:00 en la capital de Europa. Salto de la cama al baño y cuando regreso a la habitación, por el amplio ventanal de la planta séptima la noche ha dado paso a un día gris plomizo con lluvia y, según deduzco por las figuritas humanas que se mueven en todas direcciones, también viento racheado.

Desayuno más que sustanciosamente, incluso creo que demasiado, abusando de todo aquello que he desterrado en Madrid: huevos revueltos, cruasán, bollos, mermelada, mantequilla a granel… excesos que me pasarán factura en la báscula.

Regreso a mi habitación, recojo y cierro el trolley y desciendo dispuesto a enfrentarme a los elementos climatológicos, aunque antes saludo a la salmantina Cristina directamente en español. Tras un primer intercambio de puro formulismo trato de aprovechar la empatía existente entre ambos para que me explique la razón por la cual cuando yo llamé personalmente para la reserva de la habitación me daban un precio 100 euros superior al que me otorgaron de forma definitiva en la reserva hecha a través de la Reper. Cristina me lo explica con sencillez: “cuando Vd. llama con solo una semana de antelación ya no quedan habitaciones normales, solo las denominadas “executive rooms” y las suites, de modo que por un acuerdo que tenemos con las representaciones diplomáticas radicadas en Bruselas, le hemos proporcionado una habitación de 250 euros por 150”. Conclusión: vale más hacer la reserva con tiempo escaso, aunque bien es verdad que en este caso tenga que darle la lata a Judith. Espero que me perdone si en futuras ocasiones me veo en esta necesidad.

Dejo el trolley en consigna, me despido momentáneamente de Cristina y bien abrigado salgo a la calle dispuesto a luchar contra los elementos climatológicos. Dispongo para la lucha de un buen abrigo Loden, bufanda, gorra (mis queridos sombreros no son cómodos para viajar en avión) y el paraguas plegable de mi hija. Este último utensilio requiere una mínima explicación. Yo dispongo de varios paraguas clásicos, alguno hasta bueno con empuñadura de carey que apenas uso, pues me encuentro mucho más cómodo con el sombrero correspondiente. Sin embargo tenía claro que para Bruselas necesitaba un paraguas y el clásico no es nada práctico para viajar en avión, de modo que le pedí uno a mi hija que gustosamente me cedió el suyo plegable de un color rojo subido y con mango absolutamente femenino. De esta guisa me puse en movimiento hacia el lugar de la reunión, que en esta ocasión era en diferente lugar que en mi primer viaje, en concreto en el Centro Albert Borschette, que aunque a distancia prudencial para hacerla a pie, se encontraba lo suficientemente alejado del hotel para resultar un trayecto incómodo con tiempo frío, al que además había que añadir la lluvia, el viento y la humedad.

Así pues, blandiendo mi peculiar paraguas de un rojo casi eléctrico, enfilé el camino en dirección a mi destino. Una vez allí, tras unos 15 minutos de lucha contra el frío, la lluvia y el viento, pasé el control de seguridad (con escasa fortuna, de nuevo, aunque sin traumas) y cuando me quise dar cuenta ya estaba en la sala de reuniones. Saludé a mi ya viejo conocido presidente del grupo de trabajo, en esta ocasión, Automoción y Componentes de Automoción, Sergio Pavón, al también español A. García Bermúdez y a un número más amplio, esta vez éramos como veinte, de asistentes que dos semanas atrás, pues además de los funcionarios de la Comisión Europea, fabricantes del sector y representantes de asociaciones, en el apartado de países, no solo España y Bélgica estaban presentes, sino que también lo hacían en esta ocasión Rumania, la República Checa y Polonia.

Como en la primera reunión a la que asistí, también en esta ocasión se utilizó el sistema de video conferencias, lo cual me vino bien para darme cuenta que el “chino” que había metido la pata en la cita de 15 días atrás había sido el representante de la UE.

La reunión siguió sin pausa alguna y a toda máquina hasta finalizar pasadas las 13:00 horas. Terminado mi trabajo, me dirigí sin pensarlo, directamente, al restaurante italiano Il Cavallino, dando cuenta en esta ocasión de una pizza de salmón.

Finalizado mi almuerzo regresé al hotel, recogí el trolley, pedí un taxi, me despedí de Cristina e inicié mi viaje de regreso a Madrid.

Ya estaba de nuevo en el aeropuerto de Bruselas expectante ante el control de pasajeros. Mientras hacía la cola, casi me daba ya por perdido antes incluso de haber iniciado el proceso reglamentario del paso por el arco de seguridad. Me resignaba ya a mi fatalidad cuando de pronto vi la luz. Previamente me había desprendido de absolutamente todo aquello que no fuera la camisa, los pantalones, ropa interior y zapatos, y justamente en este último punto es donde la Providencia se apiadó de mí. Mientras la fila de pasajeros avanzaba, me fijé en la película que mostraba unas indicaciones someras acerca de lo que había que hacer para pasar por el arco de seguridad. Los ¡zapatos!, esa fue la clave. Me los quité y los coloqué también en la bandeja. Así y todo inicié el paso por el arco sin confianza alguna, mas cuando salí del mismo con un silencio sobrecogedor, estuve a punto de saltar de alegría. Por fin lo había logrado. ¡No había sonado la alarma! Fue como un triunfo del Real Madrid en una final de la Copa de Europa. Disfruté de los minutos posteriores sentándome en uno de los bancos adyacentes, recuperando reloj, móvil, alianzas, cadena, medallas… y contemplando, casi diría que malignamente, cómo sonaba de vez en cuando la campana del arco de seguridad y se iniciaba, para la víctima cogida en flagrante delito, el proceso tan bien conocido por mí.

Pasado ese momento poco más hay que contar. El vuelo, que salió a su hora, fue tranquilo y sin sobresaltos. Por no haber, esta vez no tenía ni sobrecargo rubia. Tras contemplar a través de la ventanilla las luces de León, Salamanca, Valladolid y Ávila, aterrizamos en Madrid sobre la hora prevista, las ocho de la noche y una media hora después el taxi me dejaba sano y salvo en mi casa de Las Rozas.

Juan José Alonso Panero

Madrid, a 18 de diciembre de 2009

domingo, 15 de noviembre de 2009

MI AVENTURA EUROPEA

Este es un pequeño relato de mi aventura europea, es decir, de mi viaje de trabajo a Bruselas los días 12 y 13 de este mes de Noviembre de 2009.

Seguramente lo escribo para satisfacer mi ego personal, aunque en el fondo a lo mejor me engaño diciéndome a mí mismo que lo hago para relataros a los destinatarios (hijos, hermanos, amigos/as…) mi desplazamiento a la capital de Europa, que desconocía (y sigo desconociendo), pese a los muchos destinos de que he disfrutado en mi ya larga carrera administrativa y los bastantes años que acumulo. Y debo reconocer que como tintinófilo empedernido desde niño siempre tuve el sueño de conocer algún día la patria de Tintín, y no sería porque tanto Soco como Celia no me animaran, incluso con pertinaz insistencia, a que me quedara el fin de semana y me llevara “mis cámaras favoritas” para realizar las buenas fotografías que, según ellas, hago. En este caso, el único que me supo comprender fue Guillermo, que dijo que “un Cáncer, solo, no va a ninguna parte”. 

Como sabéis bien los que físicamente más cerca habéis estado de mí en los últimos tiempos, cuando me enteré de que tenía que ir a Bruselas por motivos de trabajo a una reunión, me dio de patadas como vulgarmente se dice, y eso que era algo que tenía asumido, pues era consustancial con el nuevo puesto que ahora ocupo (esa es otra historia), pero como me lo dijeron de la noche a la mañana como quien dice, recién llegado de mis vacaciones en París, y yo necesito tiempo para digerir cualquier asunto que se salga de mi rutina, pues eso, que me sentó a cuerno quemado.

Escribo estas líneas el sábado 14, es decir, al día siguiente de mi regreso. Cuando las envíe el lunes, mi hija y yerno a los que veré en unas horas ya sabrán de primera mano lo acaecido, así como Celia y Soco en el desayuno del lunes (aunque Celia, que abre los correos enseguida –otra cosa es que los lea completos- a lo mejor viene al desayuno con la lección aprendida; en cuanto a Soco, apuesto doble contra sencillo a que se entera antes por vía oral que por la escrita, y ella ya me entiende), pero como ya dije, seguramente es mi ego el que me hace escribir este relato para que no se me olvide lo que a priori me tenía, lo confieso, “acongojado” pese a mi experiencia, y a la postre se ha convertido en algo grato y divertido, hasta el punto de esperar la próxima reunión con una gran expectación.

Me marché el jueves del ministerio a las 15:30, tomé un taxi en la puerta y cuando llegué para facturar en Barajas, Terminal 2, en el mostrador de Brussels, me encontré con la sorpresa de que la invitación de la Comisión Europea (ellos pagaban el vuelo) era en una especie de clase Business de la citada compañía que ellos denominan Flex Economy. Resultado, nadie en el asiento del centro y cena caliente y muy buena por cierto, una especie de ragout de carne con patatas al estilo de Bruselas según decía la tapa, pan, mantequilla, dulces de postre, bebida, té, etc., algo que ya no recordaba. Vuelo perfecto y aterrizaje en Bruselas sobre las 20:00 horas con buen tiempo, unos 12 grados de temperatura. Cogí enseguida un taxi y al hotel a donde llegué en 15 minutos. Aquí segunda sorpresa agradable.


La habitación que me habían reservado desde la Representación Permanente de España en Bruselas, y que costaba 141 euros con desayuno buffet incluido (mi dieta de alojamiento daba para 140 euros, así que ponía uno de mi bolsillo), era una especie de mini suite que ellos denominan “executive room”. Deshago el trolley, me cambio de ropa y me pongo un pantalón sport y un jersey más el abrigo, por supuesto, y me doy una vuelta por los alrededores. Al final, tras ver numerosos restaurantes decido entrar en un italiano y dar cuenta de una maravillosa pizza sobre las 21:30, y ello pese a la cena caliente del avión, lo cual me lleva a la conclusión, querida Soco, que donde ya no como casi nada por falta de apetito es en el ministerio. Tengo que averiguar las causas. 

De nuevo en el hotel me ducho, me pongo el pijama, le echo un vistazo a la terraza que da a una especie de jardín salvaje, me hago una infusión (tengo cocina y todos los ingredientes a mi disposición), y ¡Oh maravilla! me fumo un cigarrillo, pues es habitación de fumadores, y pese a estar en la capital de Europa, todavía se puede fumar en habitaciones permitidas. Pongo la televisión española donde pasan el sectario programa “59 segundos” y decido que ya he tenido suficiente por hoy. Apago la luz y trato de dormirme todavía un poco acoj…, aunque menos, pensando en lo que me deparará el mañana.


A las 07:00 me suena el despertador, y tras el aseo personal me pongo el traje azul marino príncipe de Gales, que llegó impoluto pese a la comida caliente en el avión, y que había colgado la noche anterior en el baño con una buena sesión de ducha caliente (tenías razón, Celia, es muy efectivo), y me coloco la corbata azul con la franjas de la bandera de España para hacer patria y bajo a desayunar sobre las 07:30. Doy cuenta de unos huevos revueltos, dos cruasán, dos bollos, mantequilla, mermelada y un té con leche. Está claro que mi inapetencia se circunscribe al complejo Cuzco. Subo a la habitación, recojo todo, cierro el trolley y sobre las 08:30 pago la cuenta del hotel a una señorita morena con la que hablo en francés (y con la que al final de la jornada acabaremos hablando en español, pues es de ¡Salamanca!), dejo el trolley en consigna y me dirijo al “matadero”, sito a unos 100 metros, “edificio Charlemagne”, ese tan grande todo de cristal que sale en la tele siempre que dan noticias de la Unión Europea. Entro en el “templo” de Europa sobre las 08:40. Una vez me han indicado por donde ir a la sala Sicco Mansholt donde va a tener lugar la reunión, tengo que pasar el correspondiente control, pero el guarda de seguridad me dice muy amablemente que sin acreditación no puedo pasar. Ve los papeles que le enseño, y me dice que la reunión es a las 09:00 y que estarán a punto de aparecer las azafatas en el mostrador contiguo para las acreditaciones. Me siento en un sofá, y a las 08:55, en vista de que nadie aparece, vuelvo a la carga. El guarda de seguridad se mueve y por fin aparece alguien que me proporciona una acreditación y cruzo las puertas del templo. En mi mente ya he registrado la primera desmitificación. De entrada, todo parece un tanto pedestre.

Por fin entro en la sala, prevista para 200 personas según consta en el cartelito de la entrada. La primera visión impone: dos grandes filas de mesas corridas con sus correspondientes instrumentos de trabajo (micrófonos, auriculares, papeles, lápices con distintivos azules y amarillos de la UE) a cada lado del pasillo. A la izquierda, según se entra, los puestos asignados a los países miembros con su correspondiente banderita y el nombre escrito en la lengua oficial de cada país. Veo el de España, situado al lado de Francia y Grecia, éste último escrito en grafía helena que reconozco gracias a mis estudios de griego en el bachillerato. Además, quedan otros muchos sitios sin identificar. En el lado derecho del pasillo, y en las primeras mesas, hay carteles donde pone “Comisión Europea” y el resto sin identificar. A la espalda de ambas hileras de las mesas de trabajo, en un nivel ligeramente más alto, se encuentran, tras cristales de protección, las cabinas de los intérpretes, que hoy estarán vacías, pues la reunión del Grupo de Trabajo de Neumáticos va a ser toda en inglés y más o menos en familia (igual que los Observatorios de quienes unos/as cuantos/as de los receptores de este correo me habéis oído hablar), en total cuento 14, incluyéndome a mí. 

Saludo previamente al presidente del grupo de trabajo, el español Sergio Pavón, un agradable funcionario de unos 40/45 años, y muy efectivo, por cierto, que me presenta a otro miembro español de la Comisión, A. García Bermúdez, también presente. La reunión comienza sobre las 09:30, es decir, media hora tarde, igual que sucede en Madrid con los Observatorios, aunque en este caso existe la atenuante de que va a tener lugar en plan video conferencia con cuatro países, Rusia, China, India e Indonesia y hay que tener todo bien dispuesto. 

Por sugerencia del presidente nos vamos presentando todos los asistentes abriendo por turnos el micrófono y diciendo, en inglés, quiénes somos y a quién representamos. Además de los miembros de la Comisión Europea estamos presentes dos altos cargos de la Asociación Europea de Fabricantes de Neumáticos, los grandes fabricantes europeos del sector, y de países miembros, solo dos, Bélgica y España, es decir, un servidor.

El grupo de trabajo trataba de los problemas que los fabricantes europeos de neumaticos encuentran en los países citados previamente con los que iba a realizarse la video conferencia. Los enlaces con estos países se fueron efectuando por turnos, primero con Rusia, luego China, después India y por último Indonesia. En cada uno de estos países había dos personas, el representante de la UE y el de la Asociación del sector.

En todo el transcurso de la reunión, la voz cantante la llevaban, además de los interlocutores del otro lado del mundo, los grandes fabricantes de neumáticos ya referenciados y el presidente del grupo de trabajo. La Asociación Europea apenas si pronunció algunas palabras, y la representante de Bélgica, igual que el de España, estuvieron de oyentes, en mi caso, tal como tenía previsto, pues ¡a ver lo que sé yo del tema! Finalizada la reunión sin establecer fecha para la próxima, el presidente dio las gracias a todos los concurrentes, y explícitamente a Bélgica y España por haber enviado un representante.

Una vez acabada la reunión, Sergio Pavón, que me había proporcionado el acta de la reunión anterior a la que había asistido en representación de España mi compañera Janinne Alapont, hoy destinada en París, me dijo que me enviaría el acta correspondiente a la reunión que habíamos mantenido. 

Todo lo escrito hasta ahora sobre la reunión me ha salido casi como un informe oficial. ¡Qué se le va a hacer! Deformación profesional. No obstante, no voy a acabar esta parte sin la anécdota genial que presencié y que acabó de desmitificarme a Bruselas, la UE y su entorno, y que yo creí que eran acaecidos que solo podíamos ver en You Tube con la convicción por mi parte (suelo ser muy mal pensado), de que eran filmaciones preparadas.

Comenzó la video conferencia con Rusia Una vez dada por finalizada la misma, el presidente daba las gracias y pasaba al siguiente interlocutor, China. Mientras se iniciaba el diálogo con Pekín, aún se podía ver en la pantalla correspondiente a Moscú, cómo los dos video conferenciantes iban recogiendo sus papeles y se marchaban de la sala hasta que la pantalla quedaba apagada al cabo de tres o cuatro minutos. Cuando acabó a su vez el turno de China y se pasó a India, la pantalla de Pekín quedó muda, pero no “ciega”, al menos para los presentes en la sala Sicco Mansholt de Bruselas, que presenciamos atónitos y con gran jolgorio a medida que nos dimos cuentas de la situación y transcurrían los segundos, cómo uno de los dos conferenciantes de China, el representante de la Comisión en Pekín, un gordito bastante simpático, se ponía a hacer pedorretas y cucamonas a la pantalla con ostensivo movimiento de brazos. Tras el estallido general de carcajadas en Bruselas, que lógicamente, vista la situación, los de China ni veían ni oían, el presidente tuvo que conectar su micrófono con Pekín y decirles en inglés, repitiéndolo hasta tres veces: “Hello Beijing, we are still watching you”, hasta que el “gordito”, muy cortado, dejó de hacer las pedorretas, se puso la chaqueta a toda prisa y salió de la sala con su compañero. Fue un momento genial que yo todavía no me creía que hubiera podido suceder. Cuando al final de la reunión se lo comenté a Sergio Pavón, me dijo que no me creyera que era algo inusual, que él había presenciado más de una situación de ese tipo, que la gente, muchas veces no era consciente de los peligros que entraña una video conferencia. 

Terminada la reunión en un ambiente muy agradable (como en los Observatorios madrileños) me fui a comer en el mismo italiano de la noche anterior, aunque como bien me había dicho Soco, existía autoservicio en el edificio Charlemagne, pero a mí me había gustado la cena y esta vez di cuenta ¡con apetito! de unos espaguetis con almejas que estaban de fábula, rematado con un tiramisú para enviar la dieta al cuerno. Ya solo tuve tiempo de volver al hotel, recoger el trolley, y tras conversación con la morena españolita en francés, acabar hablando, faltaría más, en español una vez que nos dimos cuenta ambos del disparate que estábamos cometiendo, pedir un taxi y llegar al aeropuerto con tiempo más que sobrado, sobre todo porque ya me habían dado la tarjeta de embarque el día anterior en Barajas.

En el aeropuerto de Bruselas viene la otra parte divertida. Lo primero que tengo que decir es que al contrario de lo que uno pueda esperarse, el de Bruselas es enorme con unos pasillos larguísimos, y eso que iba advertido del asunto por Guillermo. Yo, por ir adecuadamente acicalado al representar a mí país (todavía España, creo) me había puesto unos zapatos Sebago negros con suela de cuero que apenas uso y que probablemente no me ponía desde hacia un par de años. Craso error lo de las suelas. A la próxima reunión, el piso de mis zapatos será de goma. El suelo del aeropuerto de Bruselas brilla que da gusto; lo deben encerar cada dos por tres. Yo, tanto a la llegada, como sobre todo al marcharme, tuve en total como cinco o seis conatos de gran resbalón y consiguiente costalada (¡cómo me acordé de mi padre y su caída en Delhi en la II UNCTAD en 1968!). La fortuna se alió conmigo y salí indemne, aunque en dos o tres ocasiones haciendo casi el ridículo al tratar de mantener el equilibrio. 

Superados, con dificultad, eso sí, los varios conatos de caídas, y antes de cruzar el cordón de seguridad, aún tuve tiempo de comprar las cuatro chucherías de recuerdos para la familia y amigos/as y hacerme a mí mismo el regalo de la agenda de Tintín para el año 2010.

De donde no salí indemne fue del control de seguridad del aeropuerto, que ¡ríete del de Madrid o el de París! Juego de niños al lado del de Bruselas. Yo, igual que hice en Madrid, había realizado las operaciones que Soco, la mejor guía en estas situaciones, me había indicado, es decir, había metido en el trolley todo lo que llevaba en los bolsillos y solo había dejado para colocar en las bandejas y pasar el pertinente control, los elementos líquidos (colonia, after shave, desodorante y colutorio bucal) en una bolsa de plástico transparente, y una vez ante el control de seguridad saqué el móvil, el reloj (mi preciado Rolex a falta del frustrado Patek Philippe que nunca me pude comprar) y los tirantes. También coloqué en otra bandeja el abrigo y la chaqueta. Todos esos elementos más el trolley pasaron por el control de rayos X mientras yo lo hacía por el de pasajeros muy confiado, pues nada más llevaba en los bolsillos, pero ¡Oh sorpresa! suena la alarma de forma ostensible. La encargada de la seguridad junto al paso, en esos momentos una joven rubia de origen claramente flamenco, me detiene muy amablemente y me pregunta en qué idioma deseo que hablemos, dándome a elegir entre el francés, inglés o, según creí entender, el flamenco. Le digo que me es igual en francés o inglés y ella opta por la primera de esas dos lenguas. Me aparta a un lado y me dice que debo esperar a que quede libre algún agente masculino para que me "controle", y casualmente en esos momentos no hay ninguno libre (no fui, desde luego, la única víctima). Mientras espero tres o cuatro minutos de reloj me siento como un miserable que ha cometido un delito mientras la rubia me sonríe muy amablemente. A todo esto, mis pertenencias contenidas en las dos bandejas han sido apartadas y colocadas a buen recaudo como pruebas de “presunta culpabilidad”. Por fin aparece un agente masculino, un negrito joven, también muy amable y educado que saludándome en francés (seguramente por indicación de la rubia) comienza a cachearme como jamás antes en mi ya larga vida lo había hecho nadie. ¡Cómo me acordé de mis destinos de Turquía, donde al menor intento de cacheo sacabas la tarjeta diplomática y dejabas al policía de turno como estatua! El negrito comenzó por la espalda, el pecho, siguió por la cintura y fue bajando por las perneras del pantalón hasta llegar a los zapatos. Como parece que no quedó muy convencido al no encontrar nada, volvió a mi cintura y comenzó a introducir educada y correctamente las manos por debajo de la cintura del pantalón. Yo no daba crédito a lo que me estaba ocurriendo, apartado a un lado como apestado mientras la hilera de pasajeros continuaba discurriendo con más o menos normalidad a través del sistema de seguridad. Finalizada la última inspección por el negrito, y con ostensibles movimientos de cabeza dando a entender que no comprendía nada, yo pensé durante unos interminables segundos que en ese momento me iban a introducir en algún cuarto especial y me iban a dejar poco menos que en cueros. Sinceramente me flaqueaban las piernas. Por fin el negrito me lleva a un aparato especial donde me dice que coloque primero el pie derecho y luego el izquierdo. En ambos casos se oye un estruendoso pitido, y ahí me dice, siempre con amabilidad, que por favor, ¡sí Celia!, me quite los zapatos, que va a llevar a otra máquina de seguridad. Me quedo esperando como un idiota sonado a la vista de todos con los pies en el suelo y en calcetines, eso sí, impolutos, Punto Blanco de hilo de color azul marino. Por fin reaparece el negrito con mis Sebago y, ¡oh infortunio y desolación! vuelve de nuevo a la carga con el cacheo. Comienza de nuevo en el pecho y al palpar el bolsillo externo de mi camisa situado en el lado izquierdo se queda de pronto parado y me dice muy sonriente si llevo alguna cadena al cuello. ¡Milagro!, entonces recuerdo que efectivamente llevo la cadena de oro con las medallas de la virgen del Carmen y el Cristo de La Laguna, que forman parte consustancial de mí desde mis más remotos recuerdos, por lo cual nunca pienso que sea algo que no forma parte de mi propio cuerpo. Ni en Madrid ni en París, mis dos controles más recientes, la habían detectado. Ahí acabó mi calvario y nunca mejor dicho. Me devolvieron todas mis pertenencias y en un apartado me senté pesadamente para recuperarme y darle a mis piernas el sustento del que estaban más que necesitadas ya que por sí mismas no se sostenían.

Me puse los tirantes, el reloj, guardé el móvil en la chaqueta y los líquidos en el trolley y con el abrigo en la mano me fui a la puerta A42 donde estaba previsto el embarque de mi vuelo, pero antes me dirigí al cuarto de baño, del que estaba bastante necesitado tras el susto pasado.

A partir de ese momento ya fue todo grato. El embarque fue a su hora, 17:40. Llevaba el asiento 5A, ventanilla, sin nadie en la butaca del centro de un Airbus A319 y de nuevo cené caliente y muy bien. Con ser un vuelo muy tranquilo, lo mejor fue la sobrecargo, una bonita rubia flamenca (hablaba el francés con mucho acento) de unos 38/40 años, alta y con una preciosa sonrisa que era el fiel retrato de una buena amiga (si bien sin llegar a igualar el original) aunque con el pelo recogido. La miraba y no daba crédito a lo que veía. Ella debió de darse cuenta, pues me sonreía aún con más cordialidad. 

A eso de las 20:00 horas estaba en Barajas. Nada más aparcar el avión junto al finger, conecto de nuevo mi móvil y cuando estoy saliendo del avión comienza a sonar la corneta previa al himno nacional. Me las veo y me las deseo para abrir el teléfono antes de que la algarabía sea completa y comience a mirarme todo el mundo. Mi hija Marisa me da la bienvenida a Madrid. Estoy de nuevo en casa. 

Juan José Alonso Panero
Las Rozas de Madrid, Noviembre de 2009