domingo, 20 de diciembre de 2009

REGRESO AL CORAZÓN DE EUROPA

Cuando aterricé en Madrid el viernes 13 de Noviembre tras mi primera aventura europea, me las prometía muy felices pensando que al menos en dos o tres meses, e incluso con un poco de suerte hasta cinco o seis, no tendría que regresar al supuesto centro de poder europeo. Craso error. La semana siguiente a mi vuelta a Madrid me encontré con la sorpresa de que de nuevo, en exactamente siete días, tenía que regresar a Bruselas para una nueva reunión, también en viernes de 09:00 a 13:00 horas.

Una vez superada la primera sorpresa, de nuevo me puse en marcha para resolver los temas de intendencia, los más importantes en un primer momento. El tiempo, ¡de nuevo! era un bien escaso. Si no me movía deprisa no tendría habitación en el confortable First Euroflat Hotel, estratégicamente situado en los aledaños de las instalaciones europeas. La escasez de tiempo no me permitía afrontar ¡también de nuevo! la posibilidad de pensar que esta vez sí debería quedarme el fin de semana para conocer Bruselas, como de nuevo me sugería mi entorno habitual. Entre la espada y la pared y sobre la marcha, me dije que otra vez sería, y le pedí a Concha, eficiente 100% en estos menesteres que me reservara exactamente los mismos vuelos que dos semanas atrás. En cuanto a la investigación para la reserva del hotel, me llevó a la muy desagradable sorpresa de que los 150 euros en números redondos que había pagado en mi primer viaje con reserva hecha a través de la Representación Permanente de España ante las instituciones europeas con sede en Bruselas, se convertían ahora en 250, es decir 100 euros más de lo abonado en mi primera estancia y también 100 euros más de lo que cubre mi dieta. En esta tesitura no me quedó otra alternativa que echar de nuevo mano de la más que eficiente Judith, funcionaria de la Reper (así llamamos familiarmente en el argot funcionarial a la representación diplomática española ante la UE) para volver a obtener el mismo precio que en mi primera visita a Bruselas.

Resuelto el tema de intendencia, el resto ya dejó de preocuparme, al contrario que en mi bautismo de fuego. Esta vez ya sabía todos o casi todos los arcanos a los que me iba a enfrentar y por ende estaba mucho más tranquilo. Esa misma tarde ocurrió además un acontecimiento inesperado: cuando recogía a mi nieta Eloísa en el cole y la llevaba de regreso a su casa, ya en las escaleras de la vivienda de mi hija recibí la llamada de un amigo muy querido del que hacía muchos meses, quizás más de un año, del que no sabía nada. Mehmet, turco al que conocí en mi primer destino en Estambul como Agregado Comercial de España en 1990, me informaba de que acababa de abrir un restaurante justo al lado del ministerio, en Profesor Waksman 11. Le prometí que probablemente iría a comer con dos amigas, ya que los viernes quedo “liberado” de la obligación de recoger a mi nieta que ese día sale del colegio a las 13:30. Le dije a Mehmet que en cualquier caso, fuera o no a comer, me acercaría a media mañana a darle un abrazo.

Dicho y hecho, al día siguiente viernes organicé la comida, a la que me empeñé en invitar a mis dos paños de lágrimas que me aguantan habitualmente en el desayuno de media mañana, es decir, para que no queden dudas, Soco y Celia. El llevar a buen término la empresa me supuso el vencer un cúmulo de no pocas dificultades que sería prolijo enumerar aquí, hasta el extremo de que Soco “que está por encima del bien y del mal” y que como persona casi se aproxima a la santidad, estuvo a punto de enfadarse conmigo, ¡la primera vez que yo recuerde en los muchos años, seis o siete, que hace que nos conocemos! Por supuesto, la culpa fue mía, y todo quedó resuelto tras el consiguiente perdón solicitado por mi parte y el indulto otorgado por Socorro. Cuando se lo conté a Celia, ésta se reía y me decía que sí, que Soco es una grandísima amiga y un pedazo de pan, pero que tiene su carácter.

Estuve con Mehmet, nos dimos un gran abrazo, dos besos a la turca y para mi gran alegría constaté la preciosa decoración del restaurante, el perfecto servicio y una grandísima y fina cocina con gran variedad de platos que dejamos a la elección de Mehmet. Lo recomiendo vivamente.

Pasado el inciso de la comida del viernes en el restaurante OMAR, que así se llama, inicié la semana pensando en mi nuevo viaje a Bruselas y sobre todo en cómo resolver satisfactoriamente el control del aeropuerto belga en mi vuelo de regreso tras el episodio de mi primer viaje.

El jueves 26 de Noviembre desayuné a media mañana con las dos amigas habituales en el autoservicio del ministerio, uniéndose al final mi hijo Mariano que había finalizado una serie de gestiones que tenía que realizar en Madrid capital y que se quedó a comer con Soco y conmigo en el ministerio.

A las 15:30, exactamente igual que dos semanas atrás cogí un taxi en la puerta del complejo de Cuzco con dirección a la terminal 2 de Barajas. Saqué la tarjeta de embarque de mi vuelo, así como la del vuelo de regreso del día siguiente. Hasta ese instante todo fue bien, como coser y cantar.

Tocaba a continuación pasar el control del aeropuerto y aquí comenzaron a torcerse las cosas. Había quedado tan traumatizado de la vez anterior que en esta ocasión había optado por despojarme previamente de todo aquello que pudiera hacer sonar la alarma, de modo que antes de realizar mi paso por “seguridad” me había desprendido no solo del reloj, teléfono móvil, estilográfica y bolígrafo, tirantes y pisacorbatas, sino incluso de la cadena de oro con las dos medallas así como de las alianzas. Todo ello, más los líquidos que llevaba conmigo en una bolsa de plástico transparente, así como la chaqueta y el abrigo, lo deposité en dos bandejas que en unión del trolley pasaron por la cinta del escáner. Por mi parte, muy tranquilo, (solo llevaba encima de mí los pantalones, camisa, corbata, la ropa interior y los zapatos), me dispuse a traspasar henchido de confianza el arco de seguridad. ¡¡¡Catástrofe!!! Sonó estridentemente la alarma. En ese momento mi ánimo se vino abajo. Me hicieron quitar los zapatos que pasaron por el escáner y me realizaron el correspondiente cacheo tras el cual quedé libre y pude organizar mis pertenencias una vez pasado el control, pero mi pensamiento estaba ya puesto en el día siguiente, en el regreso y control en Bruselas. Los funcionarios madrileños, que cumplen sin duda con su deber (igual que lo hicieron antes los de París), son mucho más flexibles y, digamos “humanos” que los belgas, que dan la sensación, siempre con corrección y educación, eso sí, que están realizando una tarea esencial en la que la seguridad del Estado está en juego, de modo que mi ánimo ya estaba dispuesto para el viaje de vuelta como cordero dispuesto al sacrificio, ya que no se me ocurría qué es lo que había podido hacer sonar la alarma.


Tras un vuelo agradable de dos horas de duración y la consiguiente merienda-cena caliente y muy rica por cierto, (de nuevo el ragout estilo belga), aterrizamos en Bruselas con un tiempo frío y lluvioso que no me dio tiempo casi a “disfrutar” pues cogí enseguida un taxi que me depositaba en 15 minutos en el hotel, donde me recibió de nuevo el mismo empleado de dos jueves atrás que en esta ocasión ya no me hizo rellenar ficha alguna, sino que simplemente me dijo que la firmara, y me dio la correspondiente tarjeta magnética de la habitación 709. Cuando abrí la puerta de la misma no puedo decir que me sorprendiera, pero sí que constaté que si buena y amplia había sido la mini suite de la vez anterior, ésta lo era aún más, ya que también incluía un amplio sofá además de un galán de noche con plancha de calor para los pantalones. Realicé varias fotografías con mi Contax digital que no sé si atinaré a colocar en este blog, donde todavía soy neófito en casi todo.

Tras cambiar el traje de chaqueta por un pantalón sport y un jersey, y deshacer el corto equipaje, decidí que era el momento de hacer una visita al Cavallino, en la rue Franklin 3, el restaurante italiano que me había “acogido” dos semanas atrás. La verdad era que no tenía, como se dice en argot “hambre de lobo” tras la merienda/cena caliente del avión, pero pensé que si no tomaba algo ahora (serían alrededor de las 21:00 horas) transcurriría demasiado tiempo hasta la hora del desayuno.

Así pues, traspasé la puerta del restaurante, donde me reconoció la camarera que me había atendido con anterioridad y me situó en “mi mesa habitual”. Tras repasar la carta caí en la tentación de pedir unos espaguetis carbonara; ya que hacía tiempo que los había “desterrado” de mi dieta habitual con gran dolor por mi parte, (pues además de exquisitos es una de mis recetas estrellas que, modestia parte, bordo,) decidí que era la ocasión de darme un pequeño homenaje y “comparar” mis habilidades culinarias con las de un restaurante de calidad y reconocido prestigio.

Los espaguetis estaban muy buenos, aunque para mi gusto, no tanto como los míos; demasiada crema y mantequilla, razón por la cual, muy probablemente, no pude terminarlos. Elegí de postre tres bolas de helado de vainilla (la camarera me proponía alternar dos bolas de vainilla con otra de chocolate caliente) para “desengrasar” y tras pagar la cuenta, y cerca ya de las 22:00 horas con tiempo muy frío y lluvioso, recorrí los 100 metros que me separaban del hotel acompañado del humo de un Camel sin filtro, ya que desgraciadamente, y ésta era la parte negativa de mi “executive room”, mi habitación no permitía fumar en ella.


Poco a poco voy oyendo el timbre del despertador de mi teléfono móvil que sube de tono gradualmente. Son las 07:00 en la capital de Europa. Salto de la cama al baño y cuando regreso a la habitación, por el amplio ventanal de la planta séptima la noche ha dado paso a un día gris plomizo con lluvia y, según deduzco por las figuritas humanas que se mueven en todas direcciones, también viento racheado.

Desayuno más que sustanciosamente, incluso creo que demasiado, abusando de todo aquello que he desterrado en Madrid: huevos revueltos, cruasán, bollos, mermelada, mantequilla a granel… excesos que me pasarán factura en la báscula.

Regreso a mi habitación, recojo y cierro el trolley y desciendo dispuesto a enfrentarme a los elementos climatológicos, aunque antes saludo a la salmantina Cristina directamente en español. Tras un primer intercambio de puro formulismo trato de aprovechar la empatía existente entre ambos para que me explique la razón por la cual cuando yo llamé personalmente para la reserva de la habitación me daban un precio 100 euros superior al que me otorgaron de forma definitiva en la reserva hecha a través de la Reper. Cristina me lo explica con sencillez: “cuando Vd. llama con solo una semana de antelación ya no quedan habitaciones normales, solo las denominadas “executive rooms” y las suites, de modo que por un acuerdo que tenemos con las representaciones diplomáticas radicadas en Bruselas, le hemos proporcionado una habitación de 250 euros por 150”. Conclusión: vale más hacer la reserva con tiempo escaso, aunque bien es verdad que en este caso tenga que darle la lata a Judith. Espero que me perdone si en futuras ocasiones me veo en esta necesidad.

Dejo el trolley en consigna, me despido momentáneamente de Cristina y bien abrigado salgo a la calle dispuesto a luchar contra los elementos climatológicos. Dispongo para la lucha de un buen abrigo Loden, bufanda, gorra (mis queridos sombreros no son cómodos para viajar en avión) y el paraguas plegable de mi hija. Este último utensilio requiere una mínima explicación. Yo dispongo de varios paraguas clásicos, alguno hasta bueno con empuñadura de carey que apenas uso, pues me encuentro mucho más cómodo con el sombrero correspondiente. Sin embargo tenía claro que para Bruselas necesitaba un paraguas y el clásico no es nada práctico para viajar en avión, de modo que le pedí uno a mi hija que gustosamente me cedió el suyo plegable de un color rojo subido y con mango absolutamente femenino. De esta guisa me puse en movimiento hacia el lugar de la reunión, que en esta ocasión era en diferente lugar que en mi primer viaje, en concreto en el Centro Albert Borschette, que aunque a distancia prudencial para hacerla a pie, se encontraba lo suficientemente alejado del hotel para resultar un trayecto incómodo con tiempo frío, al que además había que añadir la lluvia, el viento y la humedad.

Así pues, blandiendo mi peculiar paraguas de un rojo casi eléctrico, enfilé el camino en dirección a mi destino. Una vez allí, tras unos 15 minutos de lucha contra el frío, la lluvia y el viento, pasé el control de seguridad (con escasa fortuna, de nuevo, aunque sin traumas) y cuando me quise dar cuenta ya estaba en la sala de reuniones. Saludé a mi ya viejo conocido presidente del grupo de trabajo, en esta ocasión, Automoción y Componentes de Automoción, Sergio Pavón, al también español A. García Bermúdez y a un número más amplio, esta vez éramos como veinte, de asistentes que dos semanas atrás, pues además de los funcionarios de la Comisión Europea, fabricantes del sector y representantes de asociaciones, en el apartado de países, no solo España y Bélgica estaban presentes, sino que también lo hacían en esta ocasión Rumania, la República Checa y Polonia.

Como en la primera reunión a la que asistí, también en esta ocasión se utilizó el sistema de video conferencias, lo cual me vino bien para darme cuenta que el “chino” que había metido la pata en la cita de 15 días atrás había sido el representante de la UE.

La reunión siguió sin pausa alguna y a toda máquina hasta finalizar pasadas las 13:00 horas. Terminado mi trabajo, me dirigí sin pensarlo, directamente, al restaurante italiano Il Cavallino, dando cuenta en esta ocasión de una pizza de salmón.

Finalizado mi almuerzo regresé al hotel, recogí el trolley, pedí un taxi, me despedí de Cristina e inicié mi viaje de regreso a Madrid.

Ya estaba de nuevo en el aeropuerto de Bruselas expectante ante el control de pasajeros. Mientras hacía la cola, casi me daba ya por perdido antes incluso de haber iniciado el proceso reglamentario del paso por el arco de seguridad. Me resignaba ya a mi fatalidad cuando de pronto vi la luz. Previamente me había desprendido de absolutamente todo aquello que no fuera la camisa, los pantalones, ropa interior y zapatos, y justamente en este último punto es donde la Providencia se apiadó de mí. Mientras la fila de pasajeros avanzaba, me fijé en la película que mostraba unas indicaciones someras acerca de lo que había que hacer para pasar por el arco de seguridad. Los ¡zapatos!, esa fue la clave. Me los quité y los coloqué también en la bandeja. Así y todo inicié el paso por el arco sin confianza alguna, mas cuando salí del mismo con un silencio sobrecogedor, estuve a punto de saltar de alegría. Por fin lo había logrado. ¡No había sonado la alarma! Fue como un triunfo del Real Madrid en una final de la Copa de Europa. Disfruté de los minutos posteriores sentándome en uno de los bancos adyacentes, recuperando reloj, móvil, alianzas, cadena, medallas… y contemplando, casi diría que malignamente, cómo sonaba de vez en cuando la campana del arco de seguridad y se iniciaba, para la víctima cogida en flagrante delito, el proceso tan bien conocido por mí.

Pasado ese momento poco más hay que contar. El vuelo, que salió a su hora, fue tranquilo y sin sobresaltos. Por no haber, esta vez no tenía ni sobrecargo rubia. Tras contemplar a través de la ventanilla las luces de León, Salamanca, Valladolid y Ávila, aterrizamos en Madrid sobre la hora prevista, las ocho de la noche y una media hora después el taxi me dejaba sano y salvo en mi casa de Las Rozas.

Juan José Alonso Panero

Madrid, a 18 de diciembre de 2009