Santiago de Compostela forma parte de un ramillete de ciudades españolas que hay que visitar inexcusablemente antes de pasar a mejor vida.
No obstante este aserto que prácticamente todo el mundo comparte, quien escribe estas líneas jamás había hollado las milenarias piedras de la ciudad gallega.
¿Por qué decidí disfrutar unos pocos días de mis vacaciones veraniegas de 2010 en Santiago de Compostela? La verdad es que, como casi siempre, mis destinos vacacionales suelen surgir un poco a la buena de Dios.
En esta ocasión, y ante mi absoluta indecisión, agrandada por el hecho de que por primera vez en muchos años me vi impelido a cambiar mi habitual mes de septiembre por agosto para mi asueto veraniego, fue mi amiga Celia quien, casi sin querer, me empujó hacia el noroeste de España. “¿Por qué no coges el coche y te vas a un lugar precioso, La Guardia, que conozco bien? Te puedo recomendar hasta el hotel, a pie de playa, y además, desde allí puedes hacer excursiones por toda la zona que es maravillosa, Bayona, las rías… y si me apuras te puedes llegar hasta Santiago”.
Me quedé con el nombre de Santiago y me dije que en más de una ocasión lo tuve en mente para visitarlo. En cuanto a la “excursión” en coche desde Madrid, 700 kilómetros arriba o abajo, le dije a Celia, “mira güera, una cosa es viajar en coche como lo haces tú, con marido y tus dos niños, y otra ‘comerse’ sólo horas y horas de carretera, y más cuando en RENFE, ‘gracias a los años que llevo a la espalda’, me hacen un descuento más que suculento, 40%, de modo que ¿sabes qué te digo? que me voy a ir en tren a Santiago, que ya es hora de que conozca la ciudad del orvallo y de la Casa de la Troya”.
Dicho y hecho. Traté de alojarme en el Hostal de los Reyes Católicos, pero desafortunadamente estaba al completo. Se lo comenté a mi hija Marisa, quien me recomendó el AC Palacio del Carmen, del que ella había disfrutado en unión de su marido Carlos en su visita a Santiago. De modo que tras reunir todas las piezas necesarias, me acerqué a las oficinas de Viajes El Corte Inglés de Las Rozas, mi ciudad de residencia, y cuando salí de allí, llevaba en mis manos todos los papeles necesarios para mi estancia en Santiago de Compostela.
Los preparativos
El paso siguiente, como es de rigor en estos casos, fue el realizar los preparativos habituales antes de iniciar un viaje a un lugar desconocido. Para ello, y en el caso de Santiago de Compostela, escuché antes que otra cosa lo que me contaron las personas que me son más cercanas. Tuve oídos para lo que me relató mi hija Marisa, quien, como ya he dicho, me proporcionó el nombre del hotel donde iba a alojarme, así como sus características y ubicación; oí lo que Celia me contó de cuando siendo una incipiente jovencita, realizó el Camino de Santiago en unión de sus hermanos Alicia y el adolescente Nacho, y un amigo de éste. Partieron desde Astorga, mi lugar de nacimiento, donde tiene Celia fotos en el palacio episcopal obra de Gaudí. Escuché el relato de Soco, que también eligió como lugar de salida para su Camino de Santiago a la romana Asturica Augusta y que hizo 300 kilómetros en 10 días en un grupo formado por 800 estudiantes universitarios durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1989; procesé las experiencias vividas en la ciudad por mi hijo Mariano, y sobre todo por su esposa Puri, gallega, que me describieron los puntos importantes de la ciudad, tanto turísticos como prácticos, tales como restaurantes y establecimientos de recuerdos y souvenir, y por último busqué, repasé y leí en mi biblioteca casera todo lo que encontré sobre esta ciudad patrimonio de la humanidad. Como no quedé del todo conforme, adquirí una pequeña guía, 80 páginas, de la editorial Everest, “Santiago de Compostela, vive y descubre”. La recomiendo vivamente.
Tocaba ahora, en mi caso, la preparación del equipo fotográfico a llevar a una de las ciudades más fotografiadas del orbe.
En junio de este año decidí, tras muchas dudas y años de reflexión, el pasarme, en plan serio, a la fotografía digital, y solo lo hice cuando, ¡por fin! una de las grandes marcas, si no la más grande en este campo, logró el paso (hasta el presente, la única) al modo digital con el formato clásico de 35mm de toda la vida. Estoy hablando de Leica y en concreto de su modelo M9. No indico su precio porque me resulta casi obsceno el decirlo en los tiempos de crisis que atravesamos. Baste dejar como testimonio en estas líneas que con seguridad será el último capricho que me permita en esta vida.
Así las cosas, el día de San Antonio me presenté en FOTOCASION, uno de los dos establecimientos que me surten de mi vicio favorito con la idea de adquirir el nuevo juguete, pero me encontré con la situación, más que surrealista, de que tenía que apuntarme en una lista de espera numerosa, con una demora aproximada de dos meses. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible, pese al precio de la cámara? El que esté interesado en saberlo solo tiene que entrar en google y teclear Leica M9. Enseguida sabrá de lo que hablo. Quien no esté habituado a los precios de esta marca germana, pensará en un primer instante que existe un error en el precio. No, no hay error, es correcto lo que ha visto, otra cosa es que constate, mediante la cifra que ha visualizado, que hay mucho loco de la fotografía por el mundo, entre ellos quien suscribe estas líneas.
Transcurridos dos meses sin recibir aviso alguno, me presenté en el establecimiento, donde me dijeron que me había quedado a las puertas, pues ya solo tenía por delante a dos personas, pero como el concesionario cerraba en agosto y no reabría hasta el 25 del citado mes, pues tendría que esperar hasta septiembre para practicar con la recién nacida M9.
Vista la situación, la elección del equipo fotográfico para Santiago estaba clara: el mismo que llevé a París, la Leica M3 con el Leitz Summicron 50mm f/2 para blanco y negro, y para las imágenes en color la otra marca de origen alemán, la Contax G2 con el Zeiss Biogon 21 mm f/2,8 que con sus 90 grados es el ideal para ciudades como Santiago. Me llevaba además el objetivo estándar, el Zeiss Planar 45mm f/2 para completar el equipo.
En cuanto al equipaje, no me costó demasiado llenar el trolley para los cuatro días de viaje, incluyendo un impermeable, que ¡cómo no! tratándose de Santiago de Compostela, no se quedó dormido en la maleta.
El tren TALGO salía de la estación de Chamartín, bien conocida por mí, ya que en unión de la antigua estación del Norte, la de Príncipe Pío, es uno de mis puntos habituales en mi diario ir y venir al cotidiano trabajo entre Las Rozas y Madrid.
Me dio tiempo de comer modestamente en la estación, restaurante Pransor, donde hice uso del menú del día, que por 12,10 euros me proporcionó una aceptable ensaladilla rusa, abundantes calamares a la andaluza y, para mi sorpresa, un más que excelente flan casero.
A las 14:20 se puso en marcha el tren y así inicié mi viaje en dirección a la milenaria ciudad de Santiago de Compostela.
23 de Agosto, lunes
El viaje
Las siete horas exactas del trayecto entre Madrid y Santiago las pasé confortablemente ubicado en un cómodo asiento de preferente, un “pequeño lujo” que me permito, “gracias a los años”, con el importante descuento de RENFE, además de ser el único miembro de mi familia, es decir, ya que viajo solo, “hagámoslo lo mejor que podamos”.
En el trayecto voy bien acompañado por Elías Canetti y sus Voces de Marrakech, una pequeña joya perteneciente a mi gran amiga Soco, y que finalicé casi a la vista de Santiago de Compostela. Junto a Elías Canetti realizó el viaje entre mis manos Super Mario y la Nintendo XLi que con el asesoramiento de mi hija Marisa había adquirido un mes antes.
Mi llegada a Santiago
Arriba el TALGO a Santiago a las 21:30 con buen tiempo, sin excesivo calor. La primera sorpresa agradable me la da el taxista que me lleva al hotel. Es un hombre de una edad pareja a la mía, simpático, que me habla desde el principio en español con un marcado acento gallego y con un gran mundo a sus espaldas, cuyo recorrido le da tiempo a contarme, en una mínima parte, en el trayecto que une la estación con el hotel AC Palacio de Carmen.
Ya en el hotel, con un emplazamiento ideal, apartado del bullicio del centro histórico, pero a no más de diez minutos andando de la plaza del Obradoiro, tomo posesión de la habitación 216, espaciosa y cómoda, que en tiempos fue celda de un convento de monjas, deshago la maleta, bajo al comedor y disfruto de una cena consistente en carpaccio de lacón con pimentón y aceite de oliva, y carrillera de ternera con puré de patatas y setas. Excelentes los dos platos y un buen comienzo para romper de entrada mi dieta habitual de comidas, comedida y sencilla, y eso que logré con un gran esfuerzo el apartar mi vista y mis manos del maravilloso pan gallego que reposaba en mi mesa. De postre tarta de santiago con helado de vainilla. En cuanto al postre, tengo que confesar que esperaba algo más fino, probablemente porque aún tenía en el paladar la maravillosa tarta de santiago que nos trajo Celia desde La Guardia.
Finalizada mi cena pasadas las 11 de la noche, no dudé un solo instante en realizar a esa hora mi primera visita al Santiago monumental, además de que la caminata me daría ocasión de, como coloquialmente se dice, “bajar” la copiosa cena que había disfrutado.
La plaza del Obradoiro
Enfilé la angosta rúa das Hortas, que a partir de ese instante se convertiría en mi cotidiano ir y venir entre el hotel y el casco histórico santiagués y tras unos diez minutos de agradable caminar, eso sí, con una pendiente considerable en el tramo final que desemboca en la plaza del Obradoiro, me vi frente a frente con la maravillosa catedral de Santiago de Compostela.
Descubrir, en un cielo estrellado de verano, cerca ya de la medianoche, la plaza del Obradoiro con las torres de la catedral de fondo entre ligeras nubes y una hermosa luna llena, fue un momento único que me dejó casi sin respiración.
Pequeños grupos aislados de personas que habían tenido la misma idea que yo, recorrían la amplísima plaza de un lado a otro en un pasear pausado y sin duda admirativo del entorno que nos rodeaba. Frente a mí, la inmensa catedral con el Palacio de Xelmírez a ella adosado, a mi izquierda el Hostal de los Reyes Católicos y a mi derecha el Palacio de San Jerónimo, sede del rectorado de la Universidad. A mi espalda y frente por frente con la catedral, el inmenso Palacio Raxoi, que hoy en día alberga la presidencia de la Xunta de Galicia. En los soportales de este palacio y a esa hora misteriosa que siempre es la medianoche y más aún con luna llena y en Galicia, una típica estudiantina compostelana actuaba rodeada de turistas. El momento era casi mágico, acentuado además por una gaita gallega que sonaba entre guitarras, bandurrias y panderetas.
De regreso en el hotel, apagué el aire acondicionado y abrí de par en par las ventanas de mi habitación que en la noche de gran luna me permitía vislumbrar lo que a la mañana siguiente se convertiría en una idílico paisaje verde, típicamente gallego. Dormí como un ángel.
24 de Agosto, martes
Amanece un día espléndido. Muy temprano estoy en pie y tras la pertinente ducha y aseo personal en el amplio y funcional baño de mi habitación, desciendo para disfrutar de un copioso desayuno a base de cruasán, jamón de pata negra, diferentes variedades de quesos, mantequilla, mermelada, zumo de naranja y mi habitual té con leche. Solo eché en falta lo que en hoteles de esta categoría es habitual en centro Europa: alimentos calientes como huevos revueltos, beicon, etc.
Finalizado mi consistente desayuno, salgo del hotel con el gran bolso conteniendo mis dos cámaras clásicas y la pequeña digital en un bolsillo del pantalón vaquero.
Arribo a la plaza del Obradoiro y como un turista más disparo mis cámaras en todas las direcciones. Si el espectáculo nocturno fue mágico, el diurno es grandioso. Tras un éxtasis que pudo durar como una hora en la que deambulé por la gran extensión adoquinada de la plaza, oteo la posibilidad de visitar la tumba del apóstol y dar el consabido abrazo a Santiago. La inmensa cola que no tiene final me disuade. En cambio, me decido a hacer una cola más aceptable para entrar en el recinto catedralicio, cosa que hago al cabo de unos 20 minutos.
Misa de peregrinos
Ya en el interior de la iglesia, son exactamente las 11:30, un sacerdote anuncia que a las 12:00 tendrá lugar una misa de peregrinos. Teniendo en cuenta que había podido hacerme con un asiento relativamente aceptable, parte de una de las columnas del templo, decidí que la ocasión era más que propicia para dejar la visita de la catedral para hora más tardía y gozar de la santa misa en unas circunstancias más que especiales y que muy probablemente no volvería a disfrutar en lo que me quedaba de vida. Pensé, que pese a mis pecados y pertinaz escepticismo, quizás alguien en las alturas se apiadara de mí, iluminara mi mente y en último extremo, pondría en el lado positivo de mi balanza el acto del que iba a participar.
El templo, como puede verse en las fotografías que tomé a mano alzada aprovechando los 90 grados del Zeiss Biogon, se fue abarrotando poco a poco y a la hora del comienzo de la santa misa no cabía, como vulgarmente se dice, un alfiler en el recinto.
Como ya he dicho, era una misa de peregrinos, y una inmensa mayoría de los presentes estaba claro que lo eran. No había más que ver los atuendos y las muy diferentes lenguas que a media voz escuchaba. También capté una característica, digamos especial, que inundaba el templo: el olor.
En este punto quisiera hacer una digresión en relación con este asunto. La verdad es que hasta hace pocas fechas nunca había sido especialmente sensible a los olores, pero como bien dicen mis amigas Soco y Celia, todo se pega de las personas con las que habitualmente se convive.
En el inicio del mes de Junio finalizó mi etapa de custodio de mi nieta Eloísa a la que en época escolar recojo diariamente cada tarde excepto los viernes. “Aligerado de esa maravillosa carga”, durante los meses de Junio y Julio realicé mi regreso a casa en compañía de Celia. Nuestras “excursiones” en el Cercanías (memorable fue la del 29 de junio, uno de los dos días de huelga salvaje del Metro de Madrid con un calor tórrido, donde por mi “culpa” llegamos hasta Santa Eugenia, y solo gracias a la perspicacia de Celia pudimos enmendar el sentido de nuestra marcha), y sobre todo en Metro, me dio a conocer de cerca la especial sensibilidad de “la güera” para los olores, algo que me transmitió a mí. Hasta mis “aventuras metropolitanas” con Celia, o bien no fui consciente por falta de sensibilidad, o, mi habitual despiste se extendía incluso hasta el hecho de no “captar” los olores no deseados. En cambio, a partir de este verano, las circunstancias cambiaron radicalmente, de modo y manera que ahora lo voy “oliendo” todo.
Hecha la digresión en el párrafo anterior, mi ya sensibilizado olfato, me proporcionó una gran variedad de olores durante el transcurso de la misa, todos ellos de la misma estirpe, algo normal teniendo en cuenta que la mayoría de peregrinos que asistían a la ceremonia lo hacían recién llegados a Santiago, en muchos casos tras largas caminatas, y sin tiempo siquiera para pasar por una sencilla ducha en un caluroso día de verano. En esos instantes comprendí perfectamente la función inicial que siglos atrás tuvo el famoso botafumeiro, y lamenté doblemente el no poder verlo en funcionamiento, tanto por la espectacularidad como por la aportación que habría hecho el incensario gigante a favor de la dispersión de los malos olores. Desgraciadamente el botafumeiro no funcionó y no tuve la suerte que sí disfrutó mi hija Marisa en su visita a Santiago. Tal vez habrá un mañana…
Ya de vuelta a casa en Madrid, Celia me diría que lo del “olor a peregrino” es una realidad, y que aunque ellos se duchaban a diario en el albergue donde pernoctaran, el olor seguía allí, y tan solo al cabo de los días de haber regresado a la “civilización” iba desapareciendo poco a poco. Soco también me confirma lo mismo, acentuado por el hecho de que su grupo lo formaban ¡800 jóvenes! que un día se bañaban en un río cuyas aguas acababan del color del chocolate negro y otro a base de manguera y con bañador. De hecho, me cuenta Soco, a su regreso a casa “creo que estuve media hora restregándome en la ducha. Estuve a punto de utilizar un estropajo”.
Una hora más tarde y finalizada la misa a la que asistí con especial recogimiento y emoción, deambulé por los alrededores y siendo ya la hora de comer me decidí por hacerlo en un mesón situado al final del Hostal de los Reyes Católicos e inicio de la rúa das Hortas. Craso error, probablemente el único que cometí en mi estancia en Santiago. El nombre del restaurante lo indico para que si algún lector tengo de estas líneas, se aleje cuanto pueda del Mesón Paredes donde malcomí una empanada de carne reseca y un pulpo con cachelos casi incomible.
La tarde. El casco histórico
Tras una reparadora siesta en el hotel, y ya de vuelta al centro de Santiago, tomando un pasaje situado junto a la rúa de San Francisco, me dirijo a la plaza de la Inmaculada y un poco más adelante a la de Cervantes, donde adquiero en la Librería Cruceiro la obra magna de Alejandro Pérez Lugín La Casa de la Troya. Desde allí guío mis pasos a la plaza de Quintana, por mejor decir, las dos plazas de Quintana, la de arriba, con una inmensa escalinata a sus pies que hace de improvisados asientos y que sirve de lugar de reunión y descanso a turistas y santiagueses, y la de abajo, que fue antiguo cementerio de Santiago y hoy en día ubica la gran cola para visitar el sepulcro del santo.
Atravieso la plaza de Quintana y desemboco, al otro costado de la catedral, en la plaza de las Platerías, cuyo nombre, está claro, le viene de la gran cantidad de joyerías y platerías que en su día en ella florecieron y cuya salud, a tenor de lo por mí visto, sigue siendo excelente al cabo de los años, pues todas ellas, y eran muchas, disfrutaban de visitas de potenciales clientes, entre ellos quien suscribe, que se llevó algún que otro recuerdo de una de ellas.
El interior de la catedral
Ya en la plaza de las Platerías, con la famosa Torre del Reloj a mi derecha, hago de nuevo la cola, unos diez minutos en esta ocasión, para entrar en la Catedral, y esta vez sí, recorrerla a fondo. Me impresiona por sus dimensiones y por el fervor que en ella se respira, no sé si por ser Año Santo, pero en cualquier caso, y pese a los muchos turistas que la visitamos, la religiosidad se respira por doquier. Lamentablemente el Pórtico de la Gloria se encuentra en restauración, de modo que las vallas que lo rodean, tan solo me permitieron vislumbrar esta maravilla, de costado y en una mínima parte.
Las rúas do Franco, do Vilar y Nova
Salgo de la catedral y me adentro en las tres calles que forman el auténtico corazón de Santiago de Compostela y que transcurren de una forma más o menos paralela a lo largo del casco histórico. Recorro las rúas do Franco, do Vilar y Nova de arriba abajo y de abajo arriba, admirando los maravillosos edificios, en su mayor parte decimonónicos, y el inconfundible sabor que de las tres calles, con soportales en muchos tramos, se desprende.
Tal como le dije a mi hijo Mariano, cuando me comentó que me iba a ser muy difícil tomar fotos en Santiago con la multitud de visitantes que iba a encontrar en Año Santo, “si no puedes evitar la presencia de turistas, -y desde luego puedo dar fe que es imposible de todo punto el evitarla- pues intégralos en la fotografía”, y eso es lo que hice, o al menos traté de hacer disparando la Contax con carrete de color y la Leica con película en blanco y negro. El resultado de mis múltiples disparos (cinco carretes de 36 exposiciones), del que me siento bastante satisfecho, queda reflejado en una mínima parte en estas páginas de mi blog.
Mi recorrido por estas tres calles de Santiago lo tengo aún en la retina, y si mi paseo por las mismas en el día de hoy fue inolvidable, lo que me depararía el día de mañana iba a ser realmente indescriptible, y por ende dudo mucho que logre trasladar mis emociones al papel. Pero eso será mañana.
De regreso al hotel, materialmente extenuado pero pletórico, doy cuenta de una cena espectacular para desquitarme del mar sabor que me dejó el almuerzo: caldo gallego (exquisito), medallón de rape con salsa de gambas y berberechos con puré de patatas (sensacional) y filhoas (crepes) con helado de cebreiro –queso- y membrillo (una auténtica delicia).
25 de agosto, miércoles
Amanece un auténtico y “maravilloso” día, ese que todos asociamos con Santiago de Compostela: gris plomo, cubierto, con orvallo y hasta niebla. No es ironía. Estoy encantado, pues esa es la climatología que siempre he relacionado con la ciudad compostelana, y tras el sol radiante de ayer, difícilmente podía esperarse hoy un día como el que amaneció.
Santiago bajo el orvallo y la niebla
Consumido el copioso desayuno, y enfundado en mi flamante impermeable, me encamino de nuevo hacia el corazón de Santiago. El espectáculo en la plaza del Obradoiro es apasionante. Pienso que mis fotografías, materialmente “arrancadas” de otra época, hablan de lo que presencié mucho mejor que cualquier descripción que yo pueda hacer.
Quizás sea éste el momento y el lugar para relatar las impresiones que capté, con los cinco sentidos, de mi visita a Santiago. He visto, con sol y con lluvia, cómo arribaban los peregrinos a la plaza del Obradoiro a través de la rúa de San Francisco. He presenciado abrazos, lloros, risas, cánticos, los he visto entrar andando, de rodillas, solos, en parejas, en grupos, más y menos numerosos, niños, mayores, ancianos, en sillas de ruedas, con muletas, he presenciado alguna que otra caída y más de un conato de caída que afortunadamente se quedó en solo eso, un conato. Nunca me cansé de admirar el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos y oídos con auténtica emoción, hasta el extremo de que en alguna ocasión estuvieron a punto de saltárseme las lágrimas.
El viajar solo tiene sus desventajas, la soledad es dura, pero aunque pocas, también tiene sus ventajas, y una de esas ventajas es que el viajante solitario, en este caso quien suscribe, pone toda su atención, ojos y oídos en el entorno que le rodea, y aprecia con mucha mayor nitidez e intensidad todo aquello que en otras circunstancias le habría pasado desapercibido.
Visita panorámica de la ciudad en “trenecito”
Tras disfrutar de la clásica visión de Santiago bajo el orvallo, me dije que la ocasión era propicia para hacer una visita panorámica a la ciudad en un trenecito idéntico al que dos años atrás disfruté por vez primera en Salamanca, que partiendo de la plaza del Obradoiro se introducía por diversas calles del centro de Santiago, pero sobre todo extendía la visita a lo que podríamos llamar el extra radio. El recorrido, de 45 minutos con guía en castellano, fue muy ilustrativo y francamente interesante.
La Casa de la Troya
Poco antes del mediodía entré en la casa de la Troya, convertida en museo desde 1993. Esta era una visita en la que yo tenía un particular interés. Lo explico.
Aunque mi padre no estudió Derecho en Santiago, sino que lo hizo en la universidad de Valladolid, desde niño le oí hablar con el mayor cariño de la obra más famosa de Pérez Lugín, La Casa de la Troya, y ya con doce o trece años recuerdo haber visto la película del mismo título protagonizada por Arturo Fernández y Ana Esmeralda. Desde entonces siempre sentí el mayor interés por conocer la auténtica casa que sirvió a Pérez Lugín como modelo para su novela, novela que confieso que no he leído, aunque lo haré próximamente en la bonita edición, basada en la príncipe de 1915, que he adquirido.
De modo y manera que aprovechando que la mañana estaba de verdad “compostelana” entre el orvallo y la niebla, me acerqué a la casa-museo, sita en la rúa da Troia, y realicé la visita de la casa en familia, y nunca mejor dicho, puesto que recorrí las diferentes estancias en unión de un joven matrimonio con dos niños de 3 y 1 año, y la guía, Sandra, que nos explicó maravillosamente todos los entresijos del museo, así como diversas etapas de la vida de Don Alejandro Pérez Lugín, autor también, como se encargó de recordarnos Sandra, de otra novela de éxito, también llevada al cine hasta en cuatro ocasiones, Currito de la Cruz, siendo probablemente la versión de 1948, dirigida por Luis Lucía la mejor de todas y la que más se acerca a la obra de Pérez Lugín sobre las vicisitudes de un torero huérfano.
La visita a la Casa de la Troya resultó de lo más instructiva e interesante. Dejo en estas páginas algunas fotos de las que tomé con mi pequeña cámara digital, entre ellas la única fotografía que testimonia mi paso por Santiago de Compostela y que realizó la guía Sandra.
Las rúas do Franco, do Vilar y Nova, esta vez bajo el orvallo
Tras salir del museo me dirijo de nuevo, no me cansaría nunca, a recorrer una vez más las calles de Franco, de Vilar y Nova, en esta ocasión bajo la fina lluvia que usualmente se suele denominar orvallo en Galicia, aunque la guía Sandra me dijo que en Santiago también la llaman “babosada”, porque, según me explicó, es como una “babosada” que no te das cuenta ni de que cae y cuando vienes a notarlo estás ya totalmente empapado.
Mis fotos, sobre todo las de blanco y negro, creo que son el mejor testimonio de mi paso por estas increíbles vías que me enamoraron desde un principio.
Esta vez, a la hora del almuerzo, no me equivoco. Disfruto de una excelente comida en el restaurante del Hotel Vilar, en la calle del mismo nombre. De primer plato un generoso caldo gallego, diferente al de mi hotel, más espeso y contundente, y de segundo una excelente carrillera de ternera con patatas fritas. Ya no pude con postre alguno y me limité a un té con leche.
Tarde de sol
Tras la reparadora siesta me levanto y constato que el día ha dado un giro radical. Donde antes había lluvia ahora hay un sol radiante. Me digo que en cierto modo, y una vez visto el “autentico” santiago, mejor seguir con buen tiempo.
Visto ya prácticamente todo lo que había que admirar, que era mucho, dediqué la tarde del miércoles a deambular por los lugares ya recorridos, de los que por mucho que se repitieran ante mi vista jamás me cansaba de contemplar; también, a efectuar las consabidas compras para los hijos y amigos, de modo que volví a patear con el mayor gusto las plazas de la Inmaculada y de Quintana, la del Obradoiro, la de Fonseca, la rúa do Franco…
De regreso al hotel me hago la firme promesa de que la cena de hoy tiene que ser ligera, de modo que decido pedir dos primeros platos, el consabido caldo gallego y pulpo a feira. Cuando el camarero depositó el pulpo en mi mesa quedé francamente agradecido, pues venía en un gran plato cuadrado, con un pequeño cuenco integrado en el centro del plato en el que se encontraba el famoso guiso estandarte de Galicia. Pues bien, el cuenco no tenía mucho diámetro, pero sí todo el fondo del mundo. Para hacer el cuento corto, diré que, pese a que esta vez sí, el pulpo a feira estaba exquisito, me costó sangre finalizarlo.
26 de agosto, jueves
Mi última mañana en Santiago la empleé en una somera despedida de la plaza del Obradoiro. No me cansaría nunca de ir una y otra vez y de echarme al suelo como hacían muchos peregrinos y turistas y contemplar, solo eso, contemplar en admirativo silencio la maravillosa catedral y su mágico entorno. La milenaria ciudad de Santiago de Compostela ha quedado impregnada indeleblemente en mi retina.
El regreso a Madrid
Sale el TALGO de Santiago a las 13:55 y tras un apacible viaje sin mayores sobresaltos llego a mi querida y conocida estación de Chamartín a las 21:10. Como “ferroviario” consumado que soy, miro el reloj y pienso de inmediato que tengo un tren de Cercanías para Las Rozas a las 21:25, de modo que abandono la vía 19, andén de arribada del TALGO y me dirijo a la 11, donde sé que tiene parada el tren de Las Rozas. Con el teléfono móvil llamo a mi hija Marisa que me dice que está a punto de salir del trabajo, pero que llegará a Las Rozas a la par que yo y me recoge en la estación con su coche. Cumple escrupulosamente su palabra. Antes de las 10 de la noche, y con la ayuda del Santo, estoy en casa.
Las Rozas de Madrid, 8 de septiembre de 2010