domingo, 15 de noviembre de 2009

MI AVENTURA EUROPEA

Este es un pequeño relato de mi aventura europea, es decir, de mi viaje de trabajo a Bruselas los días 12 y 13 de este mes de Noviembre de 2009.

Seguramente lo escribo para satisfacer mi ego personal, aunque en el fondo a lo mejor me engaño diciéndome a mí mismo que lo hago para relataros a los destinatarios (hijos, hermanos, amigos/as…) mi desplazamiento a la capital de Europa, que desconocía (y sigo desconociendo), pese a los muchos destinos de que he disfrutado en mi ya larga carrera administrativa y los bastantes años que acumulo. Y debo reconocer que como tintinófilo empedernido desde niño siempre tuve el sueño de conocer algún día la patria de Tintín, y no sería porque tanto Soco como Celia no me animaran, incluso con pertinaz insistencia, a que me quedara el fin de semana y me llevara “mis cámaras favoritas” para realizar las buenas fotografías que, según ellas, hago. En este caso, el único que me supo comprender fue Guillermo, que dijo que “un Cáncer, solo, no va a ninguna parte”. 

Como sabéis bien los que físicamente más cerca habéis estado de mí en los últimos tiempos, cuando me enteré de que tenía que ir a Bruselas por motivos de trabajo a una reunión, me dio de patadas como vulgarmente se dice, y eso que era algo que tenía asumido, pues era consustancial con el nuevo puesto que ahora ocupo (esa es otra historia), pero como me lo dijeron de la noche a la mañana como quien dice, recién llegado de mis vacaciones en París, y yo necesito tiempo para digerir cualquier asunto que se salga de mi rutina, pues eso, que me sentó a cuerno quemado.

Escribo estas líneas el sábado 14, es decir, al día siguiente de mi regreso. Cuando las envíe el lunes, mi hija y yerno a los que veré en unas horas ya sabrán de primera mano lo acaecido, así como Celia y Soco en el desayuno del lunes (aunque Celia, que abre los correos enseguida –otra cosa es que los lea completos- a lo mejor viene al desayuno con la lección aprendida; en cuanto a Soco, apuesto doble contra sencillo a que se entera antes por vía oral que por la escrita, y ella ya me entiende), pero como ya dije, seguramente es mi ego el que me hace escribir este relato para que no se me olvide lo que a priori me tenía, lo confieso, “acongojado” pese a mi experiencia, y a la postre se ha convertido en algo grato y divertido, hasta el punto de esperar la próxima reunión con una gran expectación.

Me marché el jueves del ministerio a las 15:30, tomé un taxi en la puerta y cuando llegué para facturar en Barajas, Terminal 2, en el mostrador de Brussels, me encontré con la sorpresa de que la invitación de la Comisión Europea (ellos pagaban el vuelo) era en una especie de clase Business de la citada compañía que ellos denominan Flex Economy. Resultado, nadie en el asiento del centro y cena caliente y muy buena por cierto, una especie de ragout de carne con patatas al estilo de Bruselas según decía la tapa, pan, mantequilla, dulces de postre, bebida, té, etc., algo que ya no recordaba. Vuelo perfecto y aterrizaje en Bruselas sobre las 20:00 horas con buen tiempo, unos 12 grados de temperatura. Cogí enseguida un taxi y al hotel a donde llegué en 15 minutos. Aquí segunda sorpresa agradable.


La habitación que me habían reservado desde la Representación Permanente de España en Bruselas, y que costaba 141 euros con desayuno buffet incluido (mi dieta de alojamiento daba para 140 euros, así que ponía uno de mi bolsillo), era una especie de mini suite que ellos denominan “executive room”. Deshago el trolley, me cambio de ropa y me pongo un pantalón sport y un jersey más el abrigo, por supuesto, y me doy una vuelta por los alrededores. Al final, tras ver numerosos restaurantes decido entrar en un italiano y dar cuenta de una maravillosa pizza sobre las 21:30, y ello pese a la cena caliente del avión, lo cual me lleva a la conclusión, querida Soco, que donde ya no como casi nada por falta de apetito es en el ministerio. Tengo que averiguar las causas. 

De nuevo en el hotel me ducho, me pongo el pijama, le echo un vistazo a la terraza que da a una especie de jardín salvaje, me hago una infusión (tengo cocina y todos los ingredientes a mi disposición), y ¡Oh maravilla! me fumo un cigarrillo, pues es habitación de fumadores, y pese a estar en la capital de Europa, todavía se puede fumar en habitaciones permitidas. Pongo la televisión española donde pasan el sectario programa “59 segundos” y decido que ya he tenido suficiente por hoy. Apago la luz y trato de dormirme todavía un poco acoj…, aunque menos, pensando en lo que me deparará el mañana.


A las 07:00 me suena el despertador, y tras el aseo personal me pongo el traje azul marino príncipe de Gales, que llegó impoluto pese a la comida caliente en el avión, y que había colgado la noche anterior en el baño con una buena sesión de ducha caliente (tenías razón, Celia, es muy efectivo), y me coloco la corbata azul con la franjas de la bandera de España para hacer patria y bajo a desayunar sobre las 07:30. Doy cuenta de unos huevos revueltos, dos cruasán, dos bollos, mantequilla, mermelada y un té con leche. Está claro que mi inapetencia se circunscribe al complejo Cuzco. Subo a la habitación, recojo todo, cierro el trolley y sobre las 08:30 pago la cuenta del hotel a una señorita morena con la que hablo en francés (y con la que al final de la jornada acabaremos hablando en español, pues es de ¡Salamanca!), dejo el trolley en consigna y me dirijo al “matadero”, sito a unos 100 metros, “edificio Charlemagne”, ese tan grande todo de cristal que sale en la tele siempre que dan noticias de la Unión Europea. Entro en el “templo” de Europa sobre las 08:40. Una vez me han indicado por donde ir a la sala Sicco Mansholt donde va a tener lugar la reunión, tengo que pasar el correspondiente control, pero el guarda de seguridad me dice muy amablemente que sin acreditación no puedo pasar. Ve los papeles que le enseño, y me dice que la reunión es a las 09:00 y que estarán a punto de aparecer las azafatas en el mostrador contiguo para las acreditaciones. Me siento en un sofá, y a las 08:55, en vista de que nadie aparece, vuelvo a la carga. El guarda de seguridad se mueve y por fin aparece alguien que me proporciona una acreditación y cruzo las puertas del templo. En mi mente ya he registrado la primera desmitificación. De entrada, todo parece un tanto pedestre.

Por fin entro en la sala, prevista para 200 personas según consta en el cartelito de la entrada. La primera visión impone: dos grandes filas de mesas corridas con sus correspondientes instrumentos de trabajo (micrófonos, auriculares, papeles, lápices con distintivos azules y amarillos de la UE) a cada lado del pasillo. A la izquierda, según se entra, los puestos asignados a los países miembros con su correspondiente banderita y el nombre escrito en la lengua oficial de cada país. Veo el de España, situado al lado de Francia y Grecia, éste último escrito en grafía helena que reconozco gracias a mis estudios de griego en el bachillerato. Además, quedan otros muchos sitios sin identificar. En el lado derecho del pasillo, y en las primeras mesas, hay carteles donde pone “Comisión Europea” y el resto sin identificar. A la espalda de ambas hileras de las mesas de trabajo, en un nivel ligeramente más alto, se encuentran, tras cristales de protección, las cabinas de los intérpretes, que hoy estarán vacías, pues la reunión del Grupo de Trabajo de Neumáticos va a ser toda en inglés y más o menos en familia (igual que los Observatorios de quienes unos/as cuantos/as de los receptores de este correo me habéis oído hablar), en total cuento 14, incluyéndome a mí. 

Saludo previamente al presidente del grupo de trabajo, el español Sergio Pavón, un agradable funcionario de unos 40/45 años, y muy efectivo, por cierto, que me presenta a otro miembro español de la Comisión, A. García Bermúdez, también presente. La reunión comienza sobre las 09:30, es decir, media hora tarde, igual que sucede en Madrid con los Observatorios, aunque en este caso existe la atenuante de que va a tener lugar en plan video conferencia con cuatro países, Rusia, China, India e Indonesia y hay que tener todo bien dispuesto. 

Por sugerencia del presidente nos vamos presentando todos los asistentes abriendo por turnos el micrófono y diciendo, en inglés, quiénes somos y a quién representamos. Además de los miembros de la Comisión Europea estamos presentes dos altos cargos de la Asociación Europea de Fabricantes de Neumáticos, los grandes fabricantes europeos del sector, y de países miembros, solo dos, Bélgica y España, es decir, un servidor.

El grupo de trabajo trataba de los problemas que los fabricantes europeos de neumaticos encuentran en los países citados previamente con los que iba a realizarse la video conferencia. Los enlaces con estos países se fueron efectuando por turnos, primero con Rusia, luego China, después India y por último Indonesia. En cada uno de estos países había dos personas, el representante de la UE y el de la Asociación del sector.

En todo el transcurso de la reunión, la voz cantante la llevaban, además de los interlocutores del otro lado del mundo, los grandes fabricantes de neumáticos ya referenciados y el presidente del grupo de trabajo. La Asociación Europea apenas si pronunció algunas palabras, y la representante de Bélgica, igual que el de España, estuvieron de oyentes, en mi caso, tal como tenía previsto, pues ¡a ver lo que sé yo del tema! Finalizada la reunión sin establecer fecha para la próxima, el presidente dio las gracias a todos los concurrentes, y explícitamente a Bélgica y España por haber enviado un representante.

Una vez acabada la reunión, Sergio Pavón, que me había proporcionado el acta de la reunión anterior a la que había asistido en representación de España mi compañera Janinne Alapont, hoy destinada en París, me dijo que me enviaría el acta correspondiente a la reunión que habíamos mantenido. 

Todo lo escrito hasta ahora sobre la reunión me ha salido casi como un informe oficial. ¡Qué se le va a hacer! Deformación profesional. No obstante, no voy a acabar esta parte sin la anécdota genial que presencié y que acabó de desmitificarme a Bruselas, la UE y su entorno, y que yo creí que eran acaecidos que solo podíamos ver en You Tube con la convicción por mi parte (suelo ser muy mal pensado), de que eran filmaciones preparadas.

Comenzó la video conferencia con Rusia Una vez dada por finalizada la misma, el presidente daba las gracias y pasaba al siguiente interlocutor, China. Mientras se iniciaba el diálogo con Pekín, aún se podía ver en la pantalla correspondiente a Moscú, cómo los dos video conferenciantes iban recogiendo sus papeles y se marchaban de la sala hasta que la pantalla quedaba apagada al cabo de tres o cuatro minutos. Cuando acabó a su vez el turno de China y se pasó a India, la pantalla de Pekín quedó muda, pero no “ciega”, al menos para los presentes en la sala Sicco Mansholt de Bruselas, que presenciamos atónitos y con gran jolgorio a medida que nos dimos cuentas de la situación y transcurrían los segundos, cómo uno de los dos conferenciantes de China, el representante de la Comisión en Pekín, un gordito bastante simpático, se ponía a hacer pedorretas y cucamonas a la pantalla con ostensivo movimiento de brazos. Tras el estallido general de carcajadas en Bruselas, que lógicamente, vista la situación, los de China ni veían ni oían, el presidente tuvo que conectar su micrófono con Pekín y decirles en inglés, repitiéndolo hasta tres veces: “Hello Beijing, we are still watching you”, hasta que el “gordito”, muy cortado, dejó de hacer las pedorretas, se puso la chaqueta a toda prisa y salió de la sala con su compañero. Fue un momento genial que yo todavía no me creía que hubiera podido suceder. Cuando al final de la reunión se lo comenté a Sergio Pavón, me dijo que no me creyera que era algo inusual, que él había presenciado más de una situación de ese tipo, que la gente, muchas veces no era consciente de los peligros que entraña una video conferencia. 

Terminada la reunión en un ambiente muy agradable (como en los Observatorios madrileños) me fui a comer en el mismo italiano de la noche anterior, aunque como bien me había dicho Soco, existía autoservicio en el edificio Charlemagne, pero a mí me había gustado la cena y esta vez di cuenta ¡con apetito! de unos espaguetis con almejas que estaban de fábula, rematado con un tiramisú para enviar la dieta al cuerno. Ya solo tuve tiempo de volver al hotel, recoger el trolley, y tras conversación con la morena españolita en francés, acabar hablando, faltaría más, en español una vez que nos dimos cuenta ambos del disparate que estábamos cometiendo, pedir un taxi y llegar al aeropuerto con tiempo más que sobrado, sobre todo porque ya me habían dado la tarjeta de embarque el día anterior en Barajas.

En el aeropuerto de Bruselas viene la otra parte divertida. Lo primero que tengo que decir es que al contrario de lo que uno pueda esperarse, el de Bruselas es enorme con unos pasillos larguísimos, y eso que iba advertido del asunto por Guillermo. Yo, por ir adecuadamente acicalado al representar a mí país (todavía España, creo) me había puesto unos zapatos Sebago negros con suela de cuero que apenas uso y que probablemente no me ponía desde hacia un par de años. Craso error lo de las suelas. A la próxima reunión, el piso de mis zapatos será de goma. El suelo del aeropuerto de Bruselas brilla que da gusto; lo deben encerar cada dos por tres. Yo, tanto a la llegada, como sobre todo al marcharme, tuve en total como cinco o seis conatos de gran resbalón y consiguiente costalada (¡cómo me acordé de mi padre y su caída en Delhi en la II UNCTAD en 1968!). La fortuna se alió conmigo y salí indemne, aunque en dos o tres ocasiones haciendo casi el ridículo al tratar de mantener el equilibrio. 

Superados, con dificultad, eso sí, los varios conatos de caídas, y antes de cruzar el cordón de seguridad, aún tuve tiempo de comprar las cuatro chucherías de recuerdos para la familia y amigos/as y hacerme a mí mismo el regalo de la agenda de Tintín para el año 2010.

De donde no salí indemne fue del control de seguridad del aeropuerto, que ¡ríete del de Madrid o el de París! Juego de niños al lado del de Bruselas. Yo, igual que hice en Madrid, había realizado las operaciones que Soco, la mejor guía en estas situaciones, me había indicado, es decir, había metido en el trolley todo lo que llevaba en los bolsillos y solo había dejado para colocar en las bandejas y pasar el pertinente control, los elementos líquidos (colonia, after shave, desodorante y colutorio bucal) en una bolsa de plástico transparente, y una vez ante el control de seguridad saqué el móvil, el reloj (mi preciado Rolex a falta del frustrado Patek Philippe que nunca me pude comprar) y los tirantes. También coloqué en otra bandeja el abrigo y la chaqueta. Todos esos elementos más el trolley pasaron por el control de rayos X mientras yo lo hacía por el de pasajeros muy confiado, pues nada más llevaba en los bolsillos, pero ¡Oh sorpresa! suena la alarma de forma ostensible. La encargada de la seguridad junto al paso, en esos momentos una joven rubia de origen claramente flamenco, me detiene muy amablemente y me pregunta en qué idioma deseo que hablemos, dándome a elegir entre el francés, inglés o, según creí entender, el flamenco. Le digo que me es igual en francés o inglés y ella opta por la primera de esas dos lenguas. Me aparta a un lado y me dice que debo esperar a que quede libre algún agente masculino para que me "controle", y casualmente en esos momentos no hay ninguno libre (no fui, desde luego, la única víctima). Mientras espero tres o cuatro minutos de reloj me siento como un miserable que ha cometido un delito mientras la rubia me sonríe muy amablemente. A todo esto, mis pertenencias contenidas en las dos bandejas han sido apartadas y colocadas a buen recaudo como pruebas de “presunta culpabilidad”. Por fin aparece un agente masculino, un negrito joven, también muy amable y educado que saludándome en francés (seguramente por indicación de la rubia) comienza a cachearme como jamás antes en mi ya larga vida lo había hecho nadie. ¡Cómo me acordé de mis destinos de Turquía, donde al menor intento de cacheo sacabas la tarjeta diplomática y dejabas al policía de turno como estatua! El negrito comenzó por la espalda, el pecho, siguió por la cintura y fue bajando por las perneras del pantalón hasta llegar a los zapatos. Como parece que no quedó muy convencido al no encontrar nada, volvió a mi cintura y comenzó a introducir educada y correctamente las manos por debajo de la cintura del pantalón. Yo no daba crédito a lo que me estaba ocurriendo, apartado a un lado como apestado mientras la hilera de pasajeros continuaba discurriendo con más o menos normalidad a través del sistema de seguridad. Finalizada la última inspección por el negrito, y con ostensibles movimientos de cabeza dando a entender que no comprendía nada, yo pensé durante unos interminables segundos que en ese momento me iban a introducir en algún cuarto especial y me iban a dejar poco menos que en cueros. Sinceramente me flaqueaban las piernas. Por fin el negrito me lleva a un aparato especial donde me dice que coloque primero el pie derecho y luego el izquierdo. En ambos casos se oye un estruendoso pitido, y ahí me dice, siempre con amabilidad, que por favor, ¡sí Celia!, me quite los zapatos, que va a llevar a otra máquina de seguridad. Me quedo esperando como un idiota sonado a la vista de todos con los pies en el suelo y en calcetines, eso sí, impolutos, Punto Blanco de hilo de color azul marino. Por fin reaparece el negrito con mis Sebago y, ¡oh infortunio y desolación! vuelve de nuevo a la carga con el cacheo. Comienza de nuevo en el pecho y al palpar el bolsillo externo de mi camisa situado en el lado izquierdo se queda de pronto parado y me dice muy sonriente si llevo alguna cadena al cuello. ¡Milagro!, entonces recuerdo que efectivamente llevo la cadena de oro con las medallas de la virgen del Carmen y el Cristo de La Laguna, que forman parte consustancial de mí desde mis más remotos recuerdos, por lo cual nunca pienso que sea algo que no forma parte de mi propio cuerpo. Ni en Madrid ni en París, mis dos controles más recientes, la habían detectado. Ahí acabó mi calvario y nunca mejor dicho. Me devolvieron todas mis pertenencias y en un apartado me senté pesadamente para recuperarme y darle a mis piernas el sustento del que estaban más que necesitadas ya que por sí mismas no se sostenían.

Me puse los tirantes, el reloj, guardé el móvil en la chaqueta y los líquidos en el trolley y con el abrigo en la mano me fui a la puerta A42 donde estaba previsto el embarque de mi vuelo, pero antes me dirigí al cuarto de baño, del que estaba bastante necesitado tras el susto pasado.

A partir de ese momento ya fue todo grato. El embarque fue a su hora, 17:40. Llevaba el asiento 5A, ventanilla, sin nadie en la butaca del centro de un Airbus A319 y de nuevo cené caliente y muy bien. Con ser un vuelo muy tranquilo, lo mejor fue la sobrecargo, una bonita rubia flamenca (hablaba el francés con mucho acento) de unos 38/40 años, alta y con una preciosa sonrisa que era el fiel retrato de una buena amiga (si bien sin llegar a igualar el original) aunque con el pelo recogido. La miraba y no daba crédito a lo que veía. Ella debió de darse cuenta, pues me sonreía aún con más cordialidad. 

A eso de las 20:00 horas estaba en Barajas. Nada más aparcar el avión junto al finger, conecto de nuevo mi móvil y cuando estoy saliendo del avión comienza a sonar la corneta previa al himno nacional. Me las veo y me las deseo para abrir el teléfono antes de que la algarabía sea completa y comience a mirarme todo el mundo. Mi hija Marisa me da la bienvenida a Madrid. Estoy de nuevo en casa. 

Juan José Alonso Panero
Las Rozas de Madrid, Noviembre de 2009