jueves, 9 de septiembre de 2010

SANTIAGO DE COMPOSTELA


Santiago de Compostela forma parte de un ramillete de ciudades españolas que hay que visitar inexcusablemente antes de pasar a mejor vida.

No obstante este aserto que prácticamente todo el mundo comparte, quien escribe estas líneas jamás había hollado las milenarias piedras de la ciudad gallega.

¿Por qué decidí disfrutar unos pocos días de mis vacaciones veraniegas de 2010 en Santiago de Compostela? La verdad es que, como casi siempre, mis destinos vacacionales suelen surgir un poco a la buena de Dios.

En esta ocasión, y ante mi absoluta indecisión, agrandada por el hecho de que por primera vez en muchos años me vi impelido a cambiar mi habitual mes de septiembre por agosto para mi asueto veraniego, fue mi amiga Celia quien, casi sin querer, me empujó hacia el noroeste de España. “¿Por qué no coges el coche y te vas a un lugar precioso, La Guardia, que conozco bien? Te puedo recomendar hasta el hotel, a pie de playa, y además, desde allí puedes hacer excursiones por toda la zona que es maravillosa, Bayona, las rías… y si me apuras te puedes llegar hasta Santiago”.

Me quedé con el nombre de Santiago y me dije que en más de una ocasión lo tuve en mente para visitarlo. En cuanto a la “excursión” en coche desde Madrid, 700 kilómetros arriba o abajo, le dije a Celia, “mira güera, una cosa es viajar en coche como lo haces tú, con marido y tus dos niños, y otra ‘comerse’ sólo horas y horas de carretera, y más cuando en RENFE, ‘gracias a los años que llevo a la espalda’, me hacen un descuento más que suculento, 40%, de modo que ¿sabes qué te digo? que me voy a ir en tren a Santiago, que ya es hora de que conozca la ciudad del orvallo y de la Casa de la Troya”.


Dicho y hecho. Traté de alojarme en el Hostal de los Reyes Católicos, pero desafortunadamente estaba al completo. Se lo comenté a mi hija Marisa, quien me recomendó el AC Palacio del Carmen, del que ella había disfrutado en unión de su marido Carlos en su visita a Santiago. De modo que tras reunir todas las piezas necesarias, me acerqué a las oficinas de Viajes El Corte Inglés de Las Rozas, mi ciudad de residencia, y cuando salí de allí, llevaba en mis manos todos los papeles necesarios para mi estancia en Santiago de Compostela.

Los preparativos

El paso siguiente, como es de rigor en estos casos, fue el realizar los preparativos habituales antes de iniciar un viaje a un lugar desconocido. Para ello, y en el caso de Santiago de Compostela, escuché antes que otra cosa lo que me contaron las personas que me son más cercanas. Tuve oídos para lo que me relató mi hija Marisa, quien, como ya he dicho, me proporcionó el nombre del hotel donde iba a alojarme, así como sus características y ubicación; oí lo que Celia me contó de cuando siendo una incipiente jovencita, realizó el Camino de Santiago en unión de sus hermanos Alicia y el adolescente Nacho, y un amigo de éste. Partieron desde Astorga, mi lugar de nacimiento, donde tiene Celia fotos en el palacio episcopal obra de Gaudí. Escuché el relato de Soco, que también eligió como lugar de salida para su Camino de Santiago a la romana Asturica Augusta y que hizo 300 kilómetros en 10 días en un grupo formado por 800 estudiantes universitarios durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1989; procesé las experiencias vividas en la ciudad por mi hijo Mariano, y sobre todo por su esposa Puri, gallega, que me describieron los puntos importantes de la ciudad, tanto turísticos como prácticos, tales como restaurantes y establecimientos de recuerdos y souvenir, y por último busqué, repasé y leí en mi biblioteca casera todo lo que encontré sobre esta ciudad patrimonio de la humanidad. Como no quedé del todo conforme, adquirí una pequeña guía, 80 páginas, de la editorial Everest, “Santiago de Compostela, vive y descubre”. La recomiendo vivamente.

Tocaba ahora, en mi caso, la preparación del equipo fotográfico a llevar a una de las ciudades más fotografiadas del orbe.

En junio de este año decidí, tras muchas dudas y años de reflexión, el pasarme, en plan serio, a la fotografía digital, y solo lo hice cuando, ¡por fin! una de las grandes marcas, si no la más grande en este campo, logró el paso (hasta el presente, la única) al modo digital con el formato clásico de 35mm de toda la vida. Estoy hablando de Leica y en concreto de su modelo M9. No indico su precio porque me resulta casi obsceno el decirlo en los tiempos de crisis que atravesamos. Baste dejar como testimonio en estas líneas que con seguridad será el último capricho que me permita en esta vida.

Así las cosas, el día de San Antonio me presenté en FOTOCASION, uno de los dos establecimientos que me surten de mi vicio favorito con la idea de adquirir el nuevo juguete, pero me encontré con la situación, más que surrealista, de que tenía que apuntarme en una lista de espera numerosa, con una demora aproximada de dos meses. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible, pese al precio de la cámara? El que esté interesado en saberlo solo tiene que entrar en google y teclear Leica M9. Enseguida sabrá de lo que hablo. Quien no esté habituado a los precios de esta marca germana, pensará en un primer instante que existe un error en el precio. No, no hay error, es correcto lo que ha visto, otra cosa es que constate, mediante la cifra que ha visualizado, que hay mucho loco de la fotografía por el mundo, entre ellos quien suscribe estas líneas.

Transcurridos dos meses sin recibir aviso alguno, me presenté en el establecimiento, donde me dijeron que me había quedado a las puertas, pues ya solo tenía por delante a dos personas, pero como el concesionario cerraba en agosto y no reabría hasta el 25 del citado mes, pues tendría que esperar hasta septiembre para practicar con la recién nacida M9.

Vista la situación, la elección del equipo fotográfico para Santiago estaba clara: el mismo que llevé a París, la Leica M3 con el Leitz Summicron 50mm f/2 para blanco y negro, y para las imágenes en color la otra marca de origen alemán, la Contax G2 con el Zeiss Biogon 21 mm f/2,8 que con sus 90 grados es el ideal para ciudades como Santiago. Me llevaba además el objetivo estándar, el Zeiss Planar 45mm f/2 para completar el equipo.

En cuanto al equipaje, no me costó demasiado llenar el trolley para los cuatro días de viaje, incluyendo un impermeable, que ¡cómo no! tratándose de Santiago de Compostela, no se quedó dormido en la maleta.

El tren TALGO salía de la estación de Chamartín, bien conocida por mí, ya que en unión de la antigua estación del Norte, la de Príncipe Pío, es uno de mis puntos habituales en mi diario ir y venir al cotidiano trabajo entre Las Rozas y Madrid.

Me dio tiempo de comer modestamente en la estación, restaurante Pransor, donde hice uso del menú del día, que por 12,10 euros me proporcionó una aceptable ensaladilla rusa, abundantes calamares a la andaluza y, para mi sorpresa, un más que excelente flan casero.

A las 14:20 se puso en marcha el tren y así inicié mi viaje en dirección a la milenaria ciudad de Santiago de Compostela.


23 de Agosto, lunes

El viaje

Las siete horas exactas del trayecto entre Madrid y Santiago las pasé confortablemente ubicado en un cómodo asiento de preferente, un “pequeño lujo” que me permito, “gracias a los años”, con el importante descuento de RENFE, además de ser el único miembro de mi familia, es decir, ya que viajo solo, “hagámoslo lo mejor que podamos”.

En el trayecto voy bien acompañado por Elías Canetti y sus Voces de Marrakech, una pequeña joya perteneciente a mi gran amiga Soco, y que finalicé casi a la vista de Santiago de Compostela. Junto a Elías Canetti realizó el viaje entre mis manos Super Mario y la Nintendo XLi que con el asesoramiento de mi hija Marisa había adquirido un mes antes.

Mi llegada a Santiago

Arriba el TALGO a Santiago a las 21:30 con buen tiempo, sin excesivo calor. La primera sorpresa agradable me la da el taxista que me lleva al hotel. Es un hombre de una edad pareja a la mía, simpático, que me habla desde el principio en español con un marcado acento gallego y con un gran mundo a sus espaldas, cuyo recorrido le da tiempo a contarme, en una mínima parte, en el trayecto que une la estación con el hotel AC Palacio de Carmen.


Ya en el hotel, con un emplazamiento ideal, apartado del bullicio del centro histórico, pero a no más de diez minutos andando de la plaza del Obradoiro, tomo posesión de la habitación 216, espaciosa y cómoda, que en tiempos fue celda de un convento de monjas, deshago la maleta, bajo al comedor y disfruto de una cena consistente en carpaccio de lacón con pimentón y aceite de oliva, y carrillera de ternera con puré de patatas y setas. Excelentes los dos platos y un buen comienzo para romper de entrada mi dieta habitual de comidas, comedida y sencilla, y eso que logré con un gran esfuerzo el apartar mi vista y mis manos del maravilloso pan gallego que reposaba en mi mesa. De postre tarta de santiago con helado de vainilla. En cuanto al postre, tengo que confesar que esperaba algo más fino, probablemente porque aún tenía en el paladar la maravillosa tarta de santiago que nos trajo Celia desde La Guardia.

Finalizada mi cena pasadas las 11 de la noche, no dudé un solo instante en realizar a esa hora mi primera visita al Santiago monumental, además de que la caminata me daría ocasión de, como coloquialmente se dice, “bajar” la copiosa cena que había disfrutado.

La plaza del Obradoiro

Enfilé la angosta rúa das Hortas, que a partir de ese instante se convertiría en mi cotidiano ir y venir entre el hotel y el casco histórico santiagués y tras unos diez minutos de agradable caminar, eso sí, con una pendiente considerable en el tramo final que desemboca en la plaza del Obradoiro, me vi frente a frente con la maravillosa catedral de Santiago de Compostela.


Descubrir, en un cielo estrellado de verano, cerca ya de la medianoche, la plaza del Obradoiro con las torres de la catedral de fondo entre ligeras nubes y una hermosa luna llena, fue un momento único que me dejó casi sin respiración.


Pequeños grupos aislados de personas que habían tenido la misma idea que yo, recorrían la amplísima plaza de un lado a otro en un pasear pausado y sin duda admirativo del entorno que nos rodeaba. Frente a mí, la inmensa catedral con el Palacio de Xelmírez a ella adosado, a mi izquierda el Hostal de los Reyes Católicos y a mi derecha el Palacio de San Jerónimo, sede del rectorado de la Universidad. A mi espalda y frente por frente con la catedral, el inmenso Palacio Raxoi, que hoy en día alberga la presidencia de la Xunta de Galicia. En los soportales de este palacio y a esa hora misteriosa que siempre es la medianoche y más aún con luna llena y en Galicia, una típica estudiantina compostelana actuaba rodeada de turistas. El momento era casi mágico, acentuado además por una gaita gallega que sonaba entre guitarras, bandurrias y panderetas.


De regreso en el hotel, apagué el aire acondicionado y abrí de par en par las ventanas de mi habitación que en la noche de gran luna me permitía vislumbrar lo que a la mañana siguiente se convertiría en una idílico paisaje verde, típicamente gallego. Dormí como un ángel.


24 de Agosto, martes

Amanece un día espléndido. Muy temprano estoy en pie y tras la pertinente ducha y aseo personal en el amplio y funcional baño de mi habitación, desciendo para disfrutar de un copioso desayuno a base de cruasán, jamón de pata negra, diferentes variedades de quesos, mantequilla, mermelada, zumo de naranja y mi habitual té con leche. Solo eché en falta lo que en hoteles de esta categoría es habitual en centro Europa: alimentos calientes como huevos revueltos, beicon, etc.

Finalizado mi consistente desayuno, salgo del hotel con el gran bolso conteniendo mis dos cámaras clásicas y la pequeña digital en un bolsillo del pantalón vaquero.


Arribo a la plaza del Obradoiro y como un turista más disparo mis cámaras en todas las direcciones. Si el espectáculo nocturno fue mágico, el diurno es grandioso. Tras un éxtasis que pudo durar como una hora en la que deambulé por la gran extensión adoquinada de la plaza, oteo la posibilidad de visitar la tumba del apóstol y dar el consabido abrazo a Santiago. La inmensa cola que no tiene final me disuade. En cambio, me decido a hacer una cola más aceptable para entrar en el recinto catedralicio, cosa que hago al cabo de unos 20 minutos.

Misa de peregrinos

Ya en el interior de la iglesia, son exactamente las 11:30, un sacerdote anuncia que a las 12:00 tendrá lugar una misa de peregrinos. Teniendo en cuenta que había podido hacerme con un asiento relativamente aceptable, parte de una de las columnas del templo, decidí que la ocasión era más que propicia para dejar la visita de la catedral para hora más tardía y gozar de la santa misa en unas circunstancias más que especiales y que muy probablemente no volvería a disfrutar en lo que me quedaba de vida. Pensé, que pese a mis pecados y pertinaz escepticismo, quizás alguien en las alturas se apiadara de mí, iluminara mi mente y en último extremo, pondría en el lado positivo de mi balanza el acto del que iba a participar.

El templo, como puede verse en las fotografías que tomé a mano alzada aprovechando los 90 grados del Zeiss Biogon, se fue abarrotando poco a poco y a la hora del comienzo de la santa misa no cabía, como vulgarmente se dice, un alfiler en el recinto.


Como ya he dicho, era una misa de peregrinos, y una inmensa mayoría de los presentes estaba claro que lo eran. No había más que ver los atuendos y las muy diferentes lenguas que a media voz escuchaba. También capté una característica, digamos especial, que inundaba el templo: el olor.

En este punto quisiera hacer una digresión en relación con este asunto. La verdad es que hasta hace pocas fechas nunca había sido especialmente sensible a los olores, pero como bien dicen mis amigas Soco y Celia, todo se pega de las personas con las que habitualmente se convive.

En el inicio del mes de Junio finalizó mi etapa de custodio de mi nieta Eloísa a la que en época escolar recojo diariamente cada tarde excepto los viernes. “Aligerado de esa maravillosa carga”, durante los meses de Junio y Julio realicé mi regreso a casa en compañía de Celia. Nuestras “excursiones” en el Cercanías (memorable fue la del 29 de junio, uno de los dos días de huelga salvaje del Metro de Madrid con un calor tórrido, donde por mi “culpa” llegamos hasta Santa Eugenia, y solo gracias a la perspicacia de Celia pudimos enmendar el sentido de nuestra marcha), y sobre todo en Metro, me dio a conocer de cerca la especial sensibilidad de “la güera” para los olores, algo que me transmitió a mí. Hasta mis “aventuras metropolitanas” con Celia, o bien no fui consciente por falta de sensibilidad, o, mi habitual despiste se extendía incluso hasta el hecho de no “captar” los olores no deseados. En cambio, a partir de este verano, las circunstancias cambiaron radicalmente, de modo y manera que ahora lo voy “oliendo” todo.


Hecha la digresión en el párrafo anterior, mi ya sensibilizado olfato, me proporcionó una gran variedad de olores durante el transcurso de la misa, todos ellos de la misma estirpe, algo normal teniendo en cuenta que la mayoría de peregrinos que asistían a la ceremonia lo hacían recién llegados a Santiago, en muchos casos tras largas caminatas, y sin tiempo siquiera para pasar por una sencilla ducha en un caluroso día de verano. En esos instantes comprendí perfectamente la función inicial que siglos atrás tuvo el famoso botafumeiro, y lamenté doblemente el no poder verlo en funcionamiento, tanto por la espectacularidad como por la aportación que habría hecho el incensario gigante a favor de la dispersión de los malos olores. Desgraciadamente el botafumeiro no funcionó y no tuve la suerte que sí disfrutó mi hija Marisa en su visita a Santiago. Tal vez habrá un mañana…

Ya de vuelta a casa en Madrid, Celia me diría que lo del “olor a peregrino” es una realidad, y que aunque ellos se duchaban a diario en el albergue donde pernoctaran, el olor seguía allí, y tan solo al cabo de los días de haber regresado a la “civilización” iba desapareciendo poco a poco. Soco también me confirma lo mismo, acentuado por el hecho de que su grupo lo formaban ¡800 jóvenes! que un día se bañaban en un río cuyas aguas acababan del color del chocolate negro y otro a base de manguera y con bañador. De hecho, me cuenta Soco, a su regreso a casa “creo que estuve media hora restregándome en la ducha. Estuve a punto de utilizar un estropajo”.


Una hora más tarde y finalizada la misa a la que asistí con especial recogimiento y emoción, deambulé por los alrededores y siendo ya la hora de comer me decidí por hacerlo en un mesón situado al final del Hostal de los Reyes Católicos e inicio de la rúa das Hortas. Craso error, probablemente el único que cometí en mi estancia en Santiago. El nombre del restaurante lo indico para que si algún lector tengo de estas líneas, se aleje cuanto pueda del Mesón Paredes donde malcomí una empanada de carne reseca y un pulpo con cachelos casi incomible.

La tarde. El casco histórico


Tras una reparadora siesta en el hotel, y ya de vuelta al centro de Santiago, tomando un pasaje situado junto a la rúa de San Francisco, me dirijo a la plaza de la Inmaculada y un poco más adelante a la de Cervantes, donde adquiero en la Librería Cruceiro la obra magna de Alejandro Pérez Lugín La Casa de la Troya. Desde allí guío mis pasos a la plaza de Quintana, por mejor decir, las dos plazas de Quintana, la de arriba, con una inmensa escalinata a sus pies que hace de improvisados asientos y que sirve de lugar de reunión y descanso a turistas y santiagueses, y la de abajo, que fue antiguo cementerio de Santiago y hoy en día ubica la gran cola para visitar el sepulcro del santo.


Atravieso la plaza de Quintana y desemboco, al otro costado de la catedral, en la plaza de las Platerías, cuyo nombre, está claro, le viene de la gran cantidad de joyerías y platerías que en su día en ella florecieron y cuya salud, a tenor de lo por mí visto, sigue siendo excelente al cabo de los años, pues todas ellas, y eran muchas, disfrutaban de visitas de potenciales clientes, entre ellos quien suscribe, que se llevó algún que otro recuerdo de una de ellas.

El interior de la catedral


Ya en la plaza de las Platerías, con la famosa Torre del Reloj a mi derecha, hago de nuevo la cola, unos diez minutos en esta ocasión, para entrar en la Catedral, y esta vez sí, recorrerla a fondo. Me impresiona por sus dimensiones y por el fervor que en ella se respira, no sé si por ser Año Santo, pero en cualquier caso, y pese a los muchos turistas que la visitamos, la religiosidad se respira por doquier. Lamentablemente el Pórtico de la Gloria se encuentra en restauración, de modo que las vallas que lo rodean, tan solo me permitieron vislumbrar esta maravilla, de costado y en una mínima parte.

Las rúas do Franco, do Vilar y Nova


Salgo de la catedral y me adentro en las tres calles que forman el auténtico corazón de Santiago de Compostela y que transcurren de una forma más o menos paralela a lo largo del casco histórico. Recorro las rúas do Franco, do Vilar y Nova de arriba abajo y de abajo arriba, admirando los maravillosos edificios, en su mayor parte decimonónicos, y el inconfundible sabor que de las tres calles, con soportales en muchos tramos, se desprende.


Tal como le dije a mi hijo Mariano, cuando me comentó que me iba a ser muy difícil tomar fotos en Santiago con la multitud de visitantes que iba a encontrar en Año Santo, “si no puedes evitar la presencia de turistas, -y desde luego puedo dar fe que es imposible de todo punto el evitarla- pues intégralos en la fotografía”, y eso es lo que hice, o al menos traté de hacer disparando la Contax con carrete de color y la Leica con película en blanco y negro. El resultado de mis múltiples disparos (cinco carretes de 36 exposiciones), del que me siento bastante satisfecho, queda reflejado en una mínima parte en estas páginas de mi blog.


Mi recorrido por estas tres calles de Santiago lo tengo aún en la retina, y si mi paseo por las mismas en el día de hoy fue inolvidable, lo que me depararía el día de mañana iba a ser realmente indescriptible, y por ende dudo mucho que logre trasladar mis emociones al papel. Pero eso será mañana.

De regreso al hotel, materialmente extenuado pero pletórico, doy cuenta de una cena espectacular para desquitarme del mar sabor que me dejó el almuerzo: caldo gallego (exquisito), medallón de rape con salsa de gambas y berberechos con puré de patatas (sensacional) y filhoas (crepes) con helado de cebreiro –queso- y membrillo (una auténtica delicia).


25 de agosto, miércoles

Amanece un auténtico y “maravilloso” día, ese que todos asociamos con Santiago de Compostela: gris plomo, cubierto, con orvallo y hasta niebla. No es ironía. Estoy encantado, pues esa es la climatología que siempre he relacionado con la ciudad compostelana, y tras el sol radiante de ayer, difícilmente podía esperarse hoy un día como el que amaneció.

Santiago bajo el orvallo y la niebla

Consumido el copioso desayuno, y enfundado en mi flamante impermeable, me encamino de nuevo hacia el corazón de Santiago. El espectáculo en la plaza del Obradoiro es apasionante. Pienso que mis fotografías, materialmente “arrancadas” de otra época, hablan de lo que presencié mucho mejor que cualquier descripción que yo pueda hacer.


Quizás sea éste el momento y el lugar para relatar las impresiones que capté, con los cinco sentidos, de mi visita a Santiago. He visto, con sol y con lluvia, cómo arribaban los peregrinos a la plaza del Obradoiro a través de la rúa de San Francisco. He presenciado abrazos, lloros, risas, cánticos, los he visto entrar andando, de rodillas, solos, en parejas, en grupos, más y menos numerosos, niños, mayores, ancianos, en sillas de ruedas, con muletas, he presenciado alguna que otra caída y más de un conato de caída que afortunadamente se quedó en solo eso, un conato. Nunca me cansé de admirar el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos y oídos con auténtica emoción, hasta el extremo de que en alguna ocasión estuvieron a punto de saltárseme las lágrimas.


El viajar solo tiene sus desventajas, la soledad es dura, pero aunque pocas, también tiene sus ventajas, y una de esas ventajas es que el viajante solitario, en este caso quien suscribe, pone toda su atención, ojos y oídos en el entorno que le rodea, y aprecia con mucha mayor nitidez e intensidad todo aquello que en otras circunstancias le habría pasado desapercibido.


Visita panorámica de la ciudad en “trenecito”

Tras disfrutar de la clásica visión de Santiago bajo el orvallo, me dije que la ocasión era propicia para hacer una visita panorámica a la ciudad en un trenecito idéntico al que dos años atrás disfruté por vez primera en Salamanca, que partiendo de la plaza del Obradoiro se introducía por diversas calles del centro de Santiago, pero sobre todo extendía la visita a lo que podríamos llamar el extra radio. El recorrido, de 45 minutos con guía en castellano, fue muy ilustrativo y francamente interesante.

La Casa de la Troya

Poco antes del mediodía entré en la casa de la Troya, convertida en museo desde 1993. Esta era una visita en la que yo tenía un particular interés. Lo explico.


Aunque mi padre no estudió Derecho en Santiago, sino que lo hizo en la universidad de Valladolid, desde niño le oí hablar con el mayor cariño de la obra más famosa de Pérez Lugín, La Casa de la Troya, y ya con doce o trece años recuerdo haber visto la película del mismo título protagonizada por Arturo Fernández y Ana Esmeralda. Desde entonces siempre sentí el mayor interés por conocer la auténtica casa que sirvió a Pérez Lugín como modelo para su novela, novela que confieso que no he leído, aunque lo haré próximamente en la bonita edición, basada en la príncipe de 1915, que he adquirido.


De modo y manera que aprovechando que la mañana estaba de verdad “compostelana” entre el orvallo y la niebla, me acerqué a la casa-museo, sita en la rúa da Troia, y realicé la visita de la casa en familia, y nunca mejor dicho, puesto que recorrí las diferentes estancias en unión de un joven matrimonio con dos niños de 3 y 1 año, y la guía, Sandra, que nos explicó maravillosamente todos los entresijos del museo, así como diversas etapas de la vida de Don Alejandro Pérez Lugín, autor también, como se encargó de recordarnos Sandra, de otra novela de éxito, también llevada al cine hasta en cuatro ocasiones, Currito de la Cruz, siendo probablemente la versión de 1948, dirigida por Luis Lucía la mejor de todas y la que más se acerca a la obra de Pérez Lugín sobre las vicisitudes de un torero huérfano.


La visita a la Casa de la Troya resultó de lo más instructiva e interesante. Dejo en estas páginas algunas fotos de las que tomé con mi pequeña cámara digital, entre ellas la única fotografía que testimonia mi paso por Santiago de Compostela y que realizó la guía Sandra.

Las rúas do Franco, do Vilar y Nova, esta vez bajo el orvallo


Tras salir del museo me dirijo de nuevo, no me cansaría nunca, a recorrer una vez más las calles de Franco, de Vilar y Nova, en esta ocasión bajo la fina lluvia que usualmente se suele denominar orvallo en Galicia, aunque la guía Sandra me dijo que en Santiago también la llaman “babosada”, porque, según me explicó, es como una “babosada” que no te das cuenta ni de que cae y cuando vienes a notarlo estás ya totalmente empapado.


Mis fotos, sobre todo las de blanco y negro, creo que son el mejor testimonio de mi paso por estas increíbles vías que me enamoraron desde un principio.


Esta vez, a la hora del almuerzo, no me equivoco. Disfruto de una excelente comida en el restaurante del Hotel Vilar, en la calle del mismo nombre. De primer plato un generoso caldo gallego, diferente al de mi hotel, más espeso y contundente, y de segundo una excelente carrillera de ternera con patatas fritas. Ya no pude con postre alguno y me limité a un té con leche.


Tarde de sol

Tras la reparadora siesta me levanto y constato que el día ha dado un giro radical. Donde antes había lluvia ahora hay un sol radiante. Me digo que en cierto modo, y una vez visto el “autentico” santiago, mejor seguir con buen tiempo.


Visto ya prácticamente todo lo que había que admirar, que era mucho, dediqué la tarde del miércoles a deambular por los lugares ya recorridos, de los que por mucho que se repitieran ante mi vista jamás me cansaba de contemplar; también, a efectuar las consabidas compras para los hijos y amigos, de modo que volví a patear con el mayor gusto las plazas de la Inmaculada y de Quintana, la del Obradoiro, la de Fonseca, la rúa do Franco…

De regreso al hotel me hago la firme promesa de que la cena de hoy tiene que ser ligera, de modo que decido pedir dos primeros platos, el consabido caldo gallego y pulpo a feira. Cuando el camarero depositó el pulpo en mi mesa quedé francamente agradecido, pues venía en un gran plato cuadrado, con un pequeño cuenco integrado en el centro del plato en el que se encontraba el famoso guiso estandarte de Galicia. Pues bien, el cuenco no tenía mucho diámetro, pero sí todo el fondo del mundo. Para hacer el cuento corto, diré que, pese a que esta vez sí, el pulpo a feira estaba exquisito, me costó sangre finalizarlo.


26 de agosto, jueves

Mi última mañana en Santiago la empleé en una somera despedida de la plaza del Obradoiro. No me cansaría nunca de ir una y otra vez y de echarme al suelo como hacían muchos peregrinos y turistas y contemplar, solo eso, contemplar en admirativo silencio la maravillosa catedral y su mágico entorno. La milenaria ciudad de Santiago de Compostela ha quedado impregnada indeleblemente en mi retina.

El regreso a Madrid

Sale el TALGO de Santiago a las 13:55 y tras un apacible viaje sin mayores sobresaltos llego a mi querida y conocida estación de Chamartín a las 21:10. Como “ferroviario” consumado que soy, miro el reloj y pienso de inmediato que tengo un tren de Cercanías para Las Rozas a las 21:25, de modo que abandono la vía 19, andén de arribada del TALGO y me dirijo a la 11, donde sé que tiene parada el tren de Las Rozas. Con el teléfono móvil llamo a mi hija Marisa que me dice que está a punto de salir del trabajo, pero que llegará a Las Rozas a la par que yo y me recoge en la estación con su coche. Cumple escrupulosamente su palabra. Antes de las 10 de la noche, y con la ayuda del Santo, estoy en casa.

Las Rozas de Madrid, 8 de septiembre de 2010

lunes, 26 de abril de 2010

DESDE MADRID A BRUSELAS CON UNA ESCALA EN ASTORGA



Mal haría si no comenzara este relato por el final. En la noche del miércoles 14 de abril de 2010 aterricé en el aeropuerto de Madrid-Barajas procedente de Bruselas. Al día siguiente, jueves 15, el espacio aéreo europeo quedó prácticamente cerrado. En cualquier caso, desde las tres de la tarde del citado jueves, ya no hubo vuelos que tuvieran como punto de partida o llegada a la capital de Europa. Unas horas más en la ciudad belga y quien escribe estas líneas hubiera quedado atrapado como cientos de miles de viajeros en toda Europa. Las causas de esta catástrofe son ya bien conocidas por el universo mundo: un volcán islandés de nombre impronunciable.

La génesis

Ahora, comencemos por el principio. El jueves 25 de marzo de 2010 cuando llego al ministerio me espera una “casi” sorpresa. El “casi” es porque era algo esperado, aunque como todo lo que uno espera, siempre se tiene la impresión de que nunca va a llegar. Pues bien, siempre llega y lo suele hacer en el momento más inesperado... y a veces, inoportuno.

Tan solo una semana antes me había comprometido a ir a mi lugar de nacimiento, Astorga, el fin de semana del 10 y 11 de Abril donde iba a tener lugar la presentación de un libro de mi cuñado Javier de la Rosa con ilustraciones de mi hermana Charo. El libro, de poemas, versa sobre mi tío Leopoldo Panero y su relación esencial con la finca de Castrillo de las Piedras que creara de la nada mi bisabuelo Quirino Torbado Flores a principios del pasado siglo XX y que dista unos 7 kilómetros de Astorga. En esta finca que en tiempos se denominó Villa Odila, el nombre de mi bisabuela, falleció mi tío Leopoldo un ya lejano año del pasado siglo, 1962.

El libro, patrocinado por el Ayuntamiento de Valderrey, término municipal en el que está enclavada la finca que siempre llamamos en casa “El Monte”, lo va a presentar Andrés Martínez Oria, al que tengo un especial interés en conocer, pues es autor del recientemente editado “JARDÍN PERDIDO, La aventura vital de los Panero”, que teniendo como protagonista principal a mi tío Leopoldo, abarca en una biografía novelada, la historia de mi familia materna, desde mis bisabuelos hasta mi generación. Andrés Martínez Oria contactó conmigo el pasado año y solicitó mi autorización para que su libro llevara en portada una fotografía mía de la entrada al jardín del palacete de mis abuelos en Astorga. Para mí fue un honor inesperado el que Andrés me hizo antes aún de conocerle a él y de leer el libro. Una vez leído, tengo que apuntar, desde mi subjetivo punto de vista, la gran altura del mismo, pese a los durísimos pasajes que contiene, eso sí, unidos a otros verdaderamente sublimes y entrañables.

Como gran aficionado al fútbol que soy, y seguidor del Real Madrid, era consciente de que viajando ese fin de semana a Astorga me iba a perder el gran partido del año, Real Madrid – Barcelona, pues sabía que en la noche del sábado 10 de abril nos iba a invitar el alcalde de Valderrey a una cena. Como bien dice el refrán, no se puede estar en misa y repicando.

Con lo que ya no contaba es que justamente dos días después, es decir, el martes 13 y miércoles 14 iba a tener dos reuniones en Bruselas, y justamente esa misma mañana que digo del jueves 25 de marzo, nada más abrir los correos en mi ordenador, me acababa de enterar de lo que me aguardaba.

Realicé los preparativos habituales en el ministerio para el viaje a Bruselas (billetes de avión, reserva de hotel…) y decidí que no me quedaba otra que preparar dos equipajes, uno para Astorga, hacia donde saldría en la mañana del sábado con regreso el domingo en la noche y otro para Bruselas, a donde volaría al día siguiente lunes. Me permitía pues el lujo de dormir en mi cama la noche del domingo 11.

Sábado, 10 de abril de 2010, Madrid-Astorga


Salí de Las Rozas a las 10:40 e hice el camino de una tirada a una media de 102 Km/h con llegada a Astorga a las 13:30 pasadas. Aparqué frente al Gaudí, llevé el equipaje al Hostal La Peseta http://www.restaurantelapeseta.com/ donde había reservado habitación y me abracé con mis hermanas y mi cuñado Javier que estaban tomando un aperitivo en el pequeño bar de la entrada.

A la hora de almorzar dimos cuenta de un cocido maragato con natillas de postre en el restaurante del más que centenario hostal. Invitó mi cuñado que celebraba su cumpleaños, y después de comer fui a hacer fotos tanto en color como en blanco y negro del Palacio Episcopal, de la Catedral y de la casa de mis abuelos, aún en periodo de restauración.


De nuevo en el hotel me eché una siesta, o por mejor decir, traté de echarme una siesta, ya que las “voces” de mis hermanas, alojadas en la misma planta y en habitaciones contiguas a la mía, así como el continuo abrir y cerrar de puertas aderezados con conversaciones en los pasillos que alcanzaban un alto número de decibelios, me impidieron un descanso adecuado, de modo que dejé la cama antes de lo previsto, me di un paseo por la Muralla y compré unos imanes para el frigorífico destinados a regalos/recuerdos para mis hijos y amistades.



A las 21:30 vino a recogernos un taxi, por encargo del alcalde de Valderrey, que nos llevó a la maravillosa casa rural a-ti http://www.a-ti.info/ situada en el citado pueblo, donde nos había invitado a cenar el alcalde a las 22:00 horas. Fuimos ocho los comensales: el alcalde, Gaspar Miguel Cuervo Carro, su esposa Erika, brasileña y muy agradable, Andrés Martínez Oria y su esposa Lourdes, mis hermanas Marisa y Charo, mi cuñado Javier y yo. Tuve pues ocasión de conocer personalmente a Andrés Martínez Oria, madridista también, y que sufrió como yo el desencanto del resultado del Madrid-Barcelona que se jugaba esa noche, aunque perdidos como estábamos en un silencio absoluto sin civilización alrededor, nos enteramos a instancias de Andrés cuando uno de los dos regidores de la casa rural, un holandés alto y agradable, fue a mirarlo en internet. La cena, que comenzó a las 22:00 acabó a las 02:00 de la mañana y debo decir que fue francamente entretenida; en resumen, excepto por el resultado del partido de fútbol, lo pasé muy bien. El alcalde, fue un anfitrión agradable y ameno, y los platos que nos sirvieron, “cocinados” por el otro regidor, éste belga, más joven que el holandés, francamente exquisitos, tipo “nouvelle cuisine” pero con raciones “normales”. Más o menos, este fue el menú:

- crema de espinacas y berenjenas
- pastel de salmón con espárragos
- sorbete de limón
- solomillo de cerdo con patatas
- fresas, helado…
- vino blanco de Rueda y tinto de Ribera del Duero

Antes de acabar este apartado me gustaría poder plasmar la maravillosa noche de Valderrey, con un increíble cielo estrellado donde tan solo se escuchaba el silencio, rodeados como estábamos por la “nada”, literalmente aislados del mundo en un lugar para el recuerdo.

Domingo, 11 de abril de 2010, Astorga-Madrid



Me levanté antes de las 09:00 pese a lo tarde que nos acostamos, y desayuné un té con leche y tres fantásticas mantecadas. Fui a hacer fotos a la Muralla, Ayuntamiento, plaza del General Santocildes y de nuevo el Palacio Episcopal y la Catedral. Finalicé el carrete en color de la Contax G2 equipada con el Zeiss Biogon 21mm f/2,8 y me quedé a medias con el blanco y negro de la Leica M3, ésta equipada con el Leitz Summicron 50mm f/2.

Dejé las cámaras en el hotel y me fui a la confitería La Mallorquina donde compré las clásicas mantecadas, cinco cajas grandes de dos docenas, tres de una docena en caja de lata y una normal de una docena que dejé en el maletero del coche. Cada caja tenía su destinatario/a.

De nuevo en el hotel pagué la habitación incluyendo la noche de hoy domingo aunque me iba a marchar sobre las cinco de la tarde, pero quería disponer de mi habitación, no solo para tener a resguardo mi equipaje y las cámaras, sino para disponer de “mi” baño, lavarme los dientes después de comer y echarme una mini siesta si se terciaba, cosa que resultó imposible.


A las 13:30 vinieron a buscarnos para invitarnos a comer el Secretario del Ayuntamiento de Valderrey, José Luis, y su esposa Marifé. Fuimos al Hotel Gaudí, donde finalizamos el almuerzo pasadas las cuatro de la tarde tras haber comenzado a las dos, de modo que tuve que salir al trote.

Recuerdo que di cuenta de un fantástico pastel de cabracho como entrada y una sensacional carrillada de ternera con patatas de segundo, con unas natillas caseras con nueces como postre.

A las 17:00 pasadas salí de Astorga llevando conmigo a mi hermana Marisa. Charo y Javier lo hicieron en el coche de José Luis, todos en dirección a Valderrey donde iba a tener lugar la presentación del libro de mi cuñado Javier.

En Valderrey saludé, entre otros, al alcalde de Astorga Juan José Alonso Perandones. La jornada, al aire libre, en una zona ajardinada con sillas por fuera del Ayuntamiento y próxima a nuestra finca de “El Monte”, resultó muy lucida con abundantes asistentes. En primer lugar el alcalde hizo la presentación del acto, llegó luego el turno de Andrés Martínez Oria introduciendo de manera brillante el libro de Javier, que intervino en tercer lugar recitando pasajes de la obra que se presentaba hoy con el estilo deslumbrante en él habitual. Cuando Javier finalizó eran ya las 18:30 pasadas. Aún quedaba una cuarta intervención, pero yo, lamentándolo mucho, aunque ya lo había advertido, salí disparado hacia Madrid. Para mí, ganar veinte minutos teniendo en cuenta la hora en que aproximadamente llegaría a Las Rozas en un fin de semana con tiempo espléndido, eran esenciales.

Hice la vuelta en muy buenas condiciones con una sola parada para repostar gasolina a mitad de camino y llegué a casa sobre las 21:45 a una media de 97 Km/h. Los últimos 50 Kms antes de llegar a Madrid, en mi caso a Las Rozas, fueron mucho mejores de lo que podía presumirse, pues no hubo atasco en ningún momento, y aunque la autopista venía cargada, la circulación fue siempre fluida.

Lunes, 12 de abril de 2010, Madrid-Bruselas

Llegué al ministerio en un día precioso sobre la una del mediodía con el trolley preparado para mi viaje a Bruselas y con mi abrigo Loden, innecesario a todas luces en Madrid, pero más que previsiblemente necesario en Bruselas.

Estuve charlando con Celia y Soco sobre mi fin de semana en Astorga y poco antes de bajar al comedor se une también a la charla Guillermo.

Tras comer en el autoservicio, tomé el camino al aeropuerto de Barajas, en taxi, sobre las 15:30. Pasé el control de pasajeros sin novedad y tras realizar un agradable vuelo en mi ya vieja conocida Brussel Airlines, con merienda/cena caliente, aterricé en Bruselas poco antes de las ocho de la noche, aún con luz y ¡con buen tiempo!

Ya en “mi” hotel, el Euroflat, sito en el Bulevar Charlemagne, tomo posesión de mi bonita y amplia habitación, que además y para mi suerte, es “habitación para fumadores”.


Deshecho el mini equipaje, me dirijo a mi viejo conocido, Il Cavallino, donde con una amplia sonrisa me atiende la camarera de siempre que me reconoce y me coloca en “mi mesa habitual”. Me decido por unos espaguetis con gambas al limón y de postre por sugerencia de “mi morena camarera”, Aurelia se llama, un sorbete de limón, que consiste en tres bolas bien grandes que me cuesta sangre acabar pese a que es una auténtica delicia. De bebida una vieja conocida, no solo de mis viajes anteriores a Bruselas, sino también de uno de mis vicios confesables, la lectura y colección de todos y cada uno de los álbumes de Tintín: cerveza Stella Artois.

Martes, 13 de abril de 2010, Bruselas

Me levanté a las 07:15 con muy buen tiempo, aunque fresquito, como pude percibir en la terraza de mi habitación, la 110.

Tras asearme y desayunar, partí andando a las 08:30 hacia el edificio donde iban a tener lugar las dos reuniones a las que iba a asistir.


Durante el trayecto, un agradable paseo con buen tiempo, sentí junto a mi pecho, en el bolsillo superior diestro de la chaqueta donde llevaba el móvil, cómo vibraba el teléfono. Acababa de recibir un mensaje. No era horario para enviar publicidad y yo no conocía a nadie que madrugara tanto como para enviar mensajes a esas horas, excepción hecha de Celia, de modo que supuse que sería de ella. En contra de mi teoría estaba el hecho de que Celia es un auténtico desastre en todo lo relacionado con los teléfonos móviles (cuando no se lo olvida lo lleva sin batería, además de unos cuantos perdidos), aunque ciertamente en las últimas semanas son más los días en los que lo tiene operativo que los que no, creo.

Dado que vestía abrigo cerrado hasta el cuello, hacía un ligero frío y llevaba la documentación para la reunión en las manos, seguí andando y diciéndome a mí mismo que abriría el mensaje cuando llegara al Centro Albert Borschette. Fuera lo que fuera, no correría prisa.


Una vez sentado en la sala de reuniones, cogí el móvil, miré y efectivamente era de Celia: el mensaje en su tramo final decía: “Aquí llueve. ¿Allí?”. El mundo al revés, pensé. Salí de Madrid con un tiempo espléndido y ahora llovía. En cambio, la lluvia, que suele ser habitual y siempre me ha acompañado en mis visitas a la capital de Europa, brillaba hoy en Bruselas por su ausencia, donde el cielo estaba diáfano y aunque el día había amanecido fresquito, las perspectivas para cuando acabara la reunión eran inmejorables, con suposiciones más que fundadas de que también aquí me iba a sobrar el abrigo.

La reunión, con video conferencia como en anteriores ocasiones, finalizó a las 13:15; me fui directamente a comer al Cavallino una pizza de salmón y un té con leche, marché al hotel, me quité la corbata, me lavé los dientes, cogí las dos cámaras, la Contax G2 con el Zeiss Biogon 21mm f/2,8 y la digital y abandoné el hotel sobre las 15:00 horas. Iba a disfrutar de mis primeras horas libres, toda una tarde completa, en Bruselas, que tenía pensado emplear en su mayoría en la Gran Plaza y sus alrededores.

Por un lado me apetecía andar teniendo en cuenta, además, el buen tiempo que hacía, donde al sol, como ya preveía, sobraba el abrigo, pero en la mañana de ayer lunes al bajar las escaleras de la estación de Moncloa, sufrí un tirón en el gemelo de la pierna izquierda, de modo y manera que en mi estancia bruselense decidí utilizar el Metro y de esta forma conocerlo. Saqué un abono para todo el día con viajes ilimitados que me costó 4,50 euros. Igual que en París, aquí el Metro circula por la derecha, es decir “por el lado equivocado” en relación con el madrileño.


Hice mi bautismo en el metropolitano bruselense en la estación más próxima al hotel, apenas a 50 metros, Schuman. Tomé la línea 1 y me apeé en la parada de la Estación Central, tal como me habían sugerido en la recepción de mi hotel. Desde allí, bajé dando un agradable paseo hasta desembocar en la Gran Plaza con inspección previa a las Galeries Royales St. Hubert, realmente espectaculares, que según la propaganda belga es el más antiguo centro comercial cubierto de Europa, pues data de mediados del siglo XIX.

Aquí, yo que he estado destinado durante nueve años, en dos etapas diferentes, en la antigua Constantinopla, me pregunto ¿y el Gran Bazar de Estambul?

El momento, el instante en que se vislumbra por primera vez la Gran Plaza es inenarrable y por consiguiente difícilmente podría mi pobre pluma aportar nada nuevo a tan maravilloso espacio. Sí quisiera decir que tengo la seguridad de que por muchos elogios que uno haya escuchado acerca de este lugar, la Gran Plaza no defrauda, es imposible que lo haga. Antes al contrario. Yo, particularmente, quedé abrumado dirigiendo mi mirada a cualquiera de los cuatro costados de la plaza.

Aproveché los fantásticos 90º del Zeiss Biogon de 21mm montado en la Contax G2 para hartarme materialmente de disparar la cámara en todas las direcciones posibles. También hice innumerables tomas con la cámara digital, aunque en este caso el ángulo que me proporcionaba el objetivo, equivalente a un pequeño gran angular de 35mm en formato universal, era mucho menor y por lo tanto menos adecuado para el lugar.




En el centro de la plaza había dos o tres puestos de vendedores de grabados. Tras echar una ojeada con cierto detenimiento, quedé prendado de los dibujos que se exponían en uno de los puestos, que venían montados con bonitos passe-partout de 35x50. El encargado del puesto pedía 15 euros por cada grabado de 20x25, pero si se adquirían dos, el precio total quedaba en 25 euros. Pese a que ni he sabido ni me ha gustado nunca el “arte del regateo”, se conoce que tenía necesidad de desempolvar mi francés, apenas utilizado en mi último viaje a París el pasado octubre.

Probablemente también contribuyó a mi “atrevimiento” la amabilidad del vendedor, de modo que sin darme cuenta me vi diciéndole que si pedía 25 euros por dos grabados, cuánto me costarían cuatro. Tras pensarlo un poco me dijo que 45 euros, y aquí no lo dudé y le contesté que me parecía aceptable, pero quedaría mucho más contento si me dejaba los cuatro grabados en 40 euros. El vendedor se llevo dos dedos a la boca y me dijo en plan simpático: “De acuerdo, pero siempre que me prometa que no se lo cuenta a nadie”. De este modo, lo que pieza a pieza habría salido por 60 euros, lo había obtenido por 40. Parece un buen negocio para el comprador, aunque estoy más que seguro que lo fue aún más para el vendedor. Su posterior actitud conmigo, así me lo confirma.

Los cuatro grabados adquiridos eran dos de Bruselas y dos de Brujas. Tenía ya en mente que uno de los de la Gran Plaza bruselense sería para Soco, enamorada de este lugar, igual que lo estaba Celia de Brujas desde que conoció esta ciudad en su viaje de final del bachillerato, y por consiguiente uno de los dos grabados de la Venecia belga era para ella. Los otros dos me los reservaba para mí.


Vista a fondo la Gran Plaza y sus alrededores, decidí ir a Brüssel, en el Bulevar Aspach número 100, a por el comic/libro que me había encargado Guillermo, de modo que me encaminé de nuevo al Metro y me apeé en la estación de St. Catherine.


Aquí quiero dejar constancia de la amabilidad de todas aquellas personas, supuestamente bruselenses o residentes en Bruselas, a los que me dirigí en busca de ayuda o información, siempre en francés. Todos fueron más que amables y todos dieron puntual cuenta a todas y cada una de mis preguntas.

Una vez recogido el encargo de Guillermo, procurando “vendarme” los ojos dentro del maravilloso local atestado de libros, “comics” en su mayoría, pensé en regresar al corazón de Bruselas, del que había quedado prendado. Lo hice una vez más en Metro.

Antes de desembocar de nuevo en la Gran Plaza, fotografié, tanto interior como exteriormente, las Galerías St. Hubert de las que ya hablé con anterioridad.

En mi nueva y segunda visita al lugar más emblemático de Bruselas, me vio el vendedor de grabados y se me acercó muy afable a decirme que si lo deseaba, me sacaría una fotografía.

Aproveché su amabilidad para dejar constancia de mi paso por la Gran Plaza, y yo a mi vez lo fotografié a él en su puesto de grabados, para la posteridad. Viendo más tarde la fotografía que le tomé, tengo la impresión, pese a su correcto francés, que sus orígenes están más cerca de la América hispana que de flamencos y valones.

Tras pasearme por los alrededores no dejaba de tener en mente la tienda/boutique de Tintín que había visto junto a la Gran Plaza y a la que me había resistido a entrar sabiendo el “peligro” que para mí entrañaba, como tintinófilo reconocido que soy. En esta segunda visita caí, entré, quedé deslumbrado y acabé adquiriendo un reloj clásico rectangular y un pequeño libro sobre Hergé en francés “Herge par lui-même”. El vendedor me entregó mi compra en una bonita bolsa de Tintín y una tarjeta de fidelidad. Termino este apartado haciendo constar que he descubierto un lugar donde con seguridad me voy a dejar en viajes sucesivos unos cuantos euros.


De nuevo en el Metro, que abandono en la estación de Schuman, llego al hotel pasadas las ocho de la tarde, roto, pues aunque no lo parezca también he paseado lo mío. Reventado pero contento como un crío. ¡Por fin he conocido Bruselas!


Tras un breve descanso, ceno de nuevo en Il Cavallino, esta vez un calzone exquisito, vuelta al hotel, ducha y a la cama doblado con la espalda “adolorida” pero encantado de la vida.

Miércoles, 14 de abril de 2010, Bruselas-Madrid

Sigue el buen tiempo. Tras desayunar magníficamente, pago la factura del hotel, dejo el trolley en consigna y marcho dando otro agradable paseo hacia mi segunda reunión de un Grupo de Trabajo. Por cierto, que constato tanto ayer como hoy, que además de la asistencia de los diferentes funcionarios de la Comisión, los fabricantes del sector y las asociaciones correspondientes, en esta ocasión, y a diferencia de las primeras reuniones a las que asistí, la representación de los países miembros no solo se limita a, digamos naciones de 2ª fila, sino que así de memoria recuerdo la presencia de Francia, Italia, Bélgica, Polonia, la República Checa, Eslovaquia y por supuesto España, a quien modestamente representaba quien firma estas líneas.

Finalizada la reunión tomo el camino hacia “mi restaurante”, el ya habitual Il Cavallino donde doy cuenta de unos exquisitos calamares fritos con salsa tártara, servido, cómo no, por Aurelia.


Aquí se impone una reflexión que me hago a mí mismo mientras degusto los calamares. Sin poder evitarlo pienso en una de mis películas favoritas, “Mejor imposible”, que a menudo tengo en mente como bien saben quienes me tratan habitualmente, sobre todo por Helen Hunt, de la que siempre he estado un poco enamorado, pero sin apartar de mi mente a Jack Nicholson, en quien me veo encarnado en mis viajes bruselenses. Siempre el mismo restaurante, la misma encantadora camarera que me atiende e incluso la misma mesa. Cuando me despido hoy, le digo a la simpática italiana que nos veremos en Julio si Dios así lo quiere. Para completar el sainete solo faltaría que en mi próxima visita me cambiaran a Aurelia. Si eso sucede, espero que mi reacción no sea la misma que la del fanático seguidor de “Los Angeles Lakers”.

Recojo el trolley en el hotel, y una vez llega mi taxi enfilo el camino del aeropuerto donde como un veterano, eso sí, tras las molestas maniobras de rigor (frascos con líquidos en bolsa transparente, despréndete del reloj, saca el móvil, quítate los tirantes y los zapatos…) paso el control de seguridad con éxito arrollador, mientras contemplo con mal disimulado regocijo, la desazón de los pillados (bastantes) “in fraganti”.

Aterrizo en Madrid pasadas las ocho de la tarde (aún es de día), y arribo a mi casa de Las Rozas sin mayor novedad. La novedad vendrá al día siguiente con el desastre aéreo que causa el volcán islandés. Escapé de una buena, pienso, y más aún cuando charlando con unos y con otros en el comedor del ministerio en días sucesivos, me voy enterando a cuentagotas que son muchos los compañeros/as que se han quedado atrapados sobre todo en tres puntos muy frecuentados por los funcionarios de nuestro ministerio: Bruselas, París y Ginebra. Me digo a mí mismo: “Juan, no cabe duda, eres un hombre de suerte”.

Las Rozas de Madrid, 24 de abril de 2010