domingo, 4 de enero de 2015


5 AÑOS EN LOS ÁNGELES

 
Prologo
Aquí, en este punto, tendría que repetirme y escribir casi las mismas palabras que utilicé cuando relaté mi historia de Estambul. De modo y manera que advierto ya, que este nuevo relato está más pensado en procurarme egoísta satisfacción a mí mismo y a mi familia, que a otra cosa, ya que independientemente de las menciones y descripciones que pueda hacer de los monumentos o atracciones visitados en nuestros cinco años en California, son principalmente nuestras vivencias las que describo. Si aún así, hay lectores benévolos que se adentran en este “cuento”, espero que no queden muy defraudados.
 
Las fotos y las cámaras que tomaron las fotografías
La primera premisa que quiero dejar bien sentada, sobre todo para aquellos sufridos seguidores acostumbrados a mis fotografías más o menos artísticas, es que en esta ocasión, independientemente de la mejor o no tan afortunada técnica a la hora de tomarlas, las fotos que rellenan esta historia, son antes que nada, documentales, testimoniales, y sobre todo, familiares. Dado que el relato que he escrito, es antes que nada, una historia familiar, he preferido sacrificar mi ego como fotógrafo, y primar el lado más cercano: la familia y sus andanzas.

Como hago casi siempre, aprovecho para indicar que las fotografías que acompañan esta narración se realizaron entre 1985 y 1990, la mayoría de ellas con dos cámaras réflex, una Contax RTS I profesional y otra Contax 139 Quartz, con objetivos Carl Zeiss, Distagon 28mm f/2,8; Planar 50mm f/1,4 y Sonnar 135mm f/2,8. También utilicé una Contax IIIa de telémetro con objetivo Carl Zeiss Sonnar 50mm f/1,5 y dos pequeñas cámaras de aficionado, una Agfa 1035 y una Nikon RD2. Obvia decir, dadas las fechas de que hablo, que todas ellas, analógicas.
Transcribo aquí las mismas palabras que ya escribí en mi relato de Estambul: alguna de las imágenes acusan el paso del tiempo en los negativos, pese al mucho cuidado que siempre he puesto en conservarlos adecuadamente, y al mimo con que procedí a escanearlos. Es más que posible que su revelado no fuera el adecuado, y aunque he procurado restaurar aquellas más deterioradas, no siempre el resultado ha sido el que me habría gustado.

Además de mis fotografías, no he podido resistir la tentación de insertar en el apartado de San Francisco unas maravillosas tomas realizadas por mi hija Marisa en este año de 2014 con una Panasonic Lumix DMC-LX7 digital. Sé que son mejores fotos que las mías, pero no me importa incluirlas. Puede más el orgullo de padre que la envidia del fotógrafo.

El inicio…
Cuando en 2001 regresé de Estambul, había servido por 30 años al Estado como funcionario. De ellos, exactamente 20, lo había hecho en el extranjero; 5 años y 10 meses en Ginebra, 5 años exactos en Los Ángeles y 9 años y dos meses (4 años en un primer destino, y 5 años y dos meses en el segundo) en Estambul. Me había pues pasado 2/3 de mi carrera administrativa en el extranjero. Los 10 años “españoles”, se repartían entre Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria, y, sobre todo, Madrid. Luego, con el fallecimiento de mi esposa en 2002, ya no volví a trotar por el mundo, y el balance se equilibró primero, y luego se ha inclinado del lado de la tierra patria.

Ya hace un par de años me atreví a resumir mi estancia en la antigua Bizancio, en un largo relato complementado con una guía, creo que bastante práctica, de Estambul, todo ello aderezado con mis fotografías.
Me aventuro ahora, o al menos voy a intentarlo, a hacer algo parecido con los 5 años que estuve destinado en la meca del cine, que, ¡osado de mí!, voy a tratar de ampliarlo hablando de otras perlas californianas, como por ejemplo San Francisco, Santa Bárbara, parques temáticos… o bien vecinos como el Gran Cañón del Colorado.

… y el comienzo
Lo que fue pudo no haber sido, o por mejor decir, pudo ser completamente diferente. Cuando en la primavera de 1985 se convocaron las plazas que quedaban vacantes en las Oficinas Comerciales de España en el exterior, quien escribe estas líneas  cursó su solicitud. Llevábamos 4 años en Madrid tras nuestro regreso de Ginebra, y habíamos decidido volver a salir al extranjero. La edad de nuestros hijos era la oportuna para poder hacerlo, y el hecho de que mi esposa Eloísa, con una gran visión, hubiera decidido que cursaran el bachillerato en el Liceo Francés, nos facilitaba las cosas, ya que prácticamente encontraríamos un liceo en cualquier ciudad importante del mundo.
Entre las novedades que se producían en aquella convocatoria, había un hecho fundamental. El año antes se había promulgado la Ley 30/84, que entre otras cosas, rebajaba la edad de jubilación de 70 a 65 años, sin posibilidad alguna de alargar la permanencia una vez cumplida la edad reglamentaria. Tampoco hubo un periodo transitorio. Sencillamente, el que cumplía los 65, se iba a casa. Las reformas vendrían mucho después.
La consecuencia de la aprobación de esta Ley 30/84, fue que bastantes compañeros con más antigüedad que la mía, se dieron cuenta que su vida administrativa quedaba drásticamente reducida en 5 años, de modo y manera que si querían probar de nuevo (o tal vez por primera vez) las mieles del extranjero, era ahora o nunca.
¿En qué me afectó? Lo cuento. Tras mis destinos canarios, donde había sido el 2º de a bordo en las Delegaciones de Comercio en Santa Cruz y en Las Palmas, y la estancia ginebrina, diluido en el grupo de funcionarios (cuatro) bajo el mando del jefe supremo, en esta convocatoria se me metió en la cabeza el ser “jefe”. Alguna de las oficinas que se convocaban me permitía aspirar a este “rango”, como era el caso de Budapest, donde podía aspirar a ser el agregado comercial jefe de la citada oficina.
Mi mujer, con mucho más sentido práctico que yo (para algo era “mujer”), logró convencerme para que solicitara la plaza de Los Ángeles (allí iba de 2º), lugar mucho más apetecible, y más aún si se pensaba en lo que podía suponer para nuestros hijos la lengua inglesa. A mí, de entrada, lo de “cruzar el charco” me suponía erisipela (por aquellas fechas, pese a los numerosísimos viajes realizados, le tenía más que “respeto” al avión), pero soy de “fácil convencimiento”, de modo que solicité Los Ángeles, aunque, con el ”permiso” de mi esposa, el primer lugar de mi solicitud lo reservé para Budapest. Era consciente de que un compañero con más antigüedad que yo lo iba a solicitar, pero aunque habitualmente, el único parámetro objetivo que se tiene en cuenta en esto de los destinos al extranjero es el de los años de servicio, no estamos hablando de matemáticas, de modo que me podía haber encontrado con la adjudicación de la plaza de Budapest. Si ese hubiera sido el caso, ¿qué habría sido de mis hijos? Seguramente hablarían húngaro, pero… En fin, gracias a Dios, el destino me tenía reservado la ciudad de las estrellas y a mis hijos, que siguieron cursando los 5 años de nuestra estancia angelina, en el Liceo Francés, el que sean absolutamente trilingües en inglés, francés y español.

Hecha esta, seguramente “tediosa”, introducción para los lectores ajenos a los intríngulis familiares, vamos allá con la “guía” californiana.

Aterrizo
Vuelo, en gran clase (¡qué tiempos aquellos!) desde Madrid a Nueva York en el Jumbo de Iberia, y desde la ciudad de los rascacielos a Los Ángeles lo hago en Panam. No se me olvidará nunca la visión nocturna de la ciudad angelina mientras la sobrevolábamos por un espacio de más de media hora. Era como una gran cuadrícula iluminada que parecía que no se iba a acabar nunca.
Aterricé en Los Ángeles el domingo 1 de septiembre de 1985. En el aeropuerto me esperaban Carmen Ferrer, mi antecesora en el cargo, y su esposo, Manolo Ariño. Me alojé durante un mes en unos apartamentos sitos en la calle tercera, a tiro de piedra (un par de millas), del Down Town, donde se encontraba situada la Oficina Comercial de España, en la calle Figueroa.
 
Inserto mapas, tanto del sur de California, como del Down Town de Los Ángeles, a fin de ayudar un poco a que nos situemos.

Nuestra casa
En la búsqueda de vivienda me ayudó, y mucho, el entonces becario del ICEX (que en esas fechas aún se denominaba INFE), Gonzalo Martínez Olea.

Dado que mi esposa, los niños y el perro, nuestro dálmata Sancho, se incorporaban casi un mes más tarde, me tocaba la responsabilidad de elegir casa yo solo. Es la única vez que lo he hecho, y creo que no me salió mal.
La prioridad era buscar vivienda en una zona próxima al Liceo Francés, donde iban a estudiar nuestros hijos. Dado que el Liceo contaba con cuatro campus en Los Ángeles, no fue difícil elegir. De entrada descarté dos de las ubicaciones por estar situadas en zonas con precios “prohibitivos”. Me quedaron dos, el propio centro de la ciudad, en Overland, donde se encontraba la sede central y el Valle de San Fernando, en el noroeste del condado, en concreto en Woodland Hills, que fue al final el lugar escogido.
También aquí inserto un mapa del denominado Gran Los Ángeles. He circundado Woodland Hills, en rojo, a fin de que se distinga mejor.
La zona elegida, salvando todas las distancias, podía equivaler al noroeste de la provincia de Madrid, transitado por la autopista de La Coruña, la A6. En este caso, también el noroeste del condado de Los Ángeles, lo atravesaba el famoso Ventura Freeway, la 101, y desde el Down Town, se iban recorriendo enclaves como los Estudios Universal, Tarzana (lugar donde “nació” de la pluma de Edgar Rice Burroughs, Tarzán), Sherman Oaks (entre sus vecinos célebres, James Dean, Tom Selleck o Jennifer Aniston, y donde habita la ex esposa del quiropráctico Alan, el hermano de Charlie Harper en Dos hombres y medio), Van Nuys, Encino (aquí tuvo casa Clark Gable, así como la familia Jackson, Carole Lombard, Mickey Rooney, John Wayne, Alice Faye, Don Ameche, Bud Abbott, Samuel L. Jackson y un largo etcétera) y luego Woodland Hills, entre cuyos vecinos famosos, quizás el más representativo sea Buster Keaton.

Aquí, en Woodland Hills, encontré una vivienda, unifamiliar, como casi todas en Los Ángeles, que estaba próxima (una milla, más o menos) al Liceo Francés, tenía la playa de Malibú, atravesando los cañones, relativamente cerca, a unas 5 ó 6 millas, y entraba dentro de nuestro presupuesto.
 
Nuestra casa estaba situada en el 22451 de Hatteras Street, que a esta altura de la numeración, era una calle sin salida, con ocho chalets, cuatro a cada lado. El nuestro tenía una superficie de 300 metros cuadrados en una sola planta y otro tanto de jardín. O sea, algo que en España jamás habríamos podido permitirnos. Nuestro vecino del chalet contiguo se paseaba en un precioso Ferrari 308 GT de color rojo. La primera vez que lo vi y sobre todo lo “sentí”, pues el ruido de un Ferrari es especial, quedé como pasmado. Luego, me acostumbré.

 
 
Nuestra casa poseía cuatro espléndidos dormitorios, dos de ellos con salida directa al jardín; contaban con armarios “americanos” donde se podía uno perder dentro.
 
 
 
Una gran chimenea de mampostería y piedra (el resto de la casa estaba construido todo en madera), separaba, con hogar en ambos lados, un gran salón y un espléndido comedor, ambos con unas impresionantes vigas de madera en el techo, quizás lo más llamativo de la casa, junto con el recubrimiento en madera de las paredes del comedor.
 


 
Adyacente a éstos, nos encontrábamos con el “family room”, 60 metros cuadrados, con barra de bar incluida, donde habitualmente se solía hacer la vida a diario, que yo llamaba salita, ante la estupefacción de mi suegra que decía “Hihooo, ¡cómo le llamas salita a eso, si ahí cabe un piso español!”.
 
Toda ella, la salita, rodeada de puertas cristaleras que comunicaban directamente con el jardín.
 
En la cocina, separada del comedor por una puerta plegable, teníamos una mesa con seis sillas, donde a diario desayunábamos y cenábamos.
 
Comunicaba directamente con el garaje, donde cabían con desahogo nuestros dos vehículos. También aquí se ubicaban la lavadora y la secadora, así como estanterías que hacían las veces de trastero. Tenía salida directa al jardín, lo que le permitía a nuestro perro Sancho, el transitar libremente por toda la casa.
No me puedo olvidar de los baños, con un inconfundible “look” años 60 (la casa se construyó en 1961) de película americana, rosa el de nuestros hijos, azul el nuestro, con salida directa al jardín, algo que a mí me encantaba. La sensación de deambular dentro del baño, sobre todo los fines de semana, acariciado por el cálido sol californiano y el olor a césped que penetraba a través de la puerta abierta, la recuerdo con auténtica nostalgia.
 
En su exterior, la fachada, además de tres palmeras, una de ellas bien hermosa, la adornaba un acogedor porche, al que acompañaba un nisperero que había que descargar rápidamente de sus frutos, una vez en sazón, antes de que las ardillas dieran cuenta de ellos. También en el jardín contábamos con un limonero que nos surtía para todo el año, así como ciruelos, pomelos, un granado y por supuesto, hermosas palmeras.
 
 
Inserto una serie de fotografías que pueden dar una idea aproximada de cómo era nuestra vivienda. La que se encuentra sobre estas líneas tiene una particularidad para los curiosos. Junto a la Contax RTS I profesional que empuño con mi mano izquierda, en la mesa reposa un encendedor Zippo y un paquete de Coronas, marca que fumé siempre hasta que, ya en Los Ángeles, una vez terminados los cartones del tabaco negro canario que viajaron con el contenedor de los muebles, me pasé al Camel sin filtro. Tuvo que ser justamente por esas fechas, 1985… hace ya 30 años…
La situación de nuestra casa en el Valle de San Fernando, próxima ya a zona desértica, propiciaba unas diferencias de temperaturas brutales, y aunque el clima de Los Ángeles, en general, era bastante suave todo el año, era frecuente el que a primera hora de la mañana saliera de casa camino de la oficina con la calefacción del coche puesta, y al regreso, en la tarde, volviera con el aire acondicionado.
 
Recuerdo muy bien nuestra primera Navidad en esa casa. De hecho, inserto unas fotos de la modesta mesa de jardín en la que disfrutamos a mediodía, con unos 25 grados de temperatura, de unas aceptables langostas al calor del sol californiano. Esa misma jornada, en la noche, estábamos muy próximos a los cero grados centígrados.
 
Puestos a recordar, me viene a la memoria una mañana de domingo, quizás el último año que pasamos en Los Ángeles, el invierno de 1989/90. Eloísa y yo aún estábamos en la cama, cuando Marisa, tocó en nuestra puerta, y tras los buenos días de rigor, nos dijo que el jardín estaba completamente nevado, blanco.
-      “Déjate de bromas. ¿Te crees que voy a hacer caso de semejante disparate?”.
-      “Papá, levántate y verás si digo verdad o mentira”.
Ante su insistencia, me levanté, abrí las cortinas del ventanal que daba al jardín y lo que vi me llenó de asombro. Un manto blanco uniforme, como de un centímetro de espesor, cubría absolutamente todo el césped. No daba crédito. Me acordé de Irving Berling y sus famosas Navidades blancas, escrita precisamente en Los Ángeles pensando en la añoranza que le producía el recuerdo de una bonita Navidad con nieve. “Vaya, si hubiera visto esto, tal vez nos habríamos quedado sin una maravillosa canción navideña…” pensé.
 
No quiero acabar este apartado sin hablar del jardinero, Luis, salvadoreño, y la persona más formal que conocí en Los Ángeles. Venía todos los viernes para cuidar y adecentar el jardín. En 5 años, solo faltó una vez por enfermedad. El polo opuesto de Luis fueron las empleadas del hogar que tuvimos, todas ellas centroamericanas. Digo todas, porque al menos creo que fueron como veinte. Alguna duró algo más de tiempo, pero sinceramente, no hubo una sola de la que logre acordarme, aunque mi esposa, buena como era, hasta le tomó cariño a más de una. A la última que estuvo con nosotros le regaló varios muebles de los que no iban a regresar con nosotros a Europa.

La Oficina Comercial
El local estaba situado en el World Trade Center, en Figueroa Street. He encontrado una postal de mi época, que he escaneado, y mediante una rústica flecha roja indico el edificio de nuestra oficina, frente por frente con el carismático y modernista para su época, Hotel Bonaventure, protagonista de unas cuantas películas futuristas, así como de una serie de televisión que triunfó en España en su momento, años 80 del pasado siglo; me refiero a “V”.
 
Así como me resultó muy fácil y gratificante el hablar de la oficina de Estambul, el hacerlo de la de Los Ángeles me va a ser arduo y complicado. Por ello, no me voy a extender mucho.
Comienzo por el jefe. Antonio Alonso-Muñoyerro y yo, Consejero Jefe y Agregado, aterrizamos a la vez. Siempre se ha dicho que no está bien hablar mal de los muertos; yo no voy a hacer una excepción. Baste decir que, Antonio, por otro lado, simpático cuando quería, fue un jefe muy difícil, para decirlo suavemente, cuya carrera quedó truncada con un cese fulminante en octubre de 1988, es decir, 3 años después de su toma de posesión.
 
Quedé de jefe interino durante cerca de medio año, hasta Febrero de 1989 en que tomó posesión Jaime García Murillo. El cambio, en relación con Antonio, fue como de la noche al día. Los dos años largos que estuvimos juntos, Jaime y yo mantuvimos una auténtica amistad, que solo se interrumpió hace tres años con el prematuro fallecimiento de Jaime. Además, mi esposa y la de Jaime, Pepita, un encanto de persona, hicieron muy buena amistad.
En cuanto al personal de la oficina, el primer analista de mercado que contratamos fue Juan Carlos Llopart, un chico muy educado y tímido, que al cabo de poco más de un año decidió marcharse a otro trabajo. Le sustituyó Paloma Marugan, que venía de ocupar el mismo puesto en la oficina de Miami. Paloma era una gran chica, cuyo quizás único defecto fuera su “visceralidad”, que le trajo algún que otro problema. Compartía conmigo su gran afición a la fotografía. Era una gran fotógrafa. En mi dormitorio descansa una foto mía (tal vez la mejor que jamás me han hecho), obra de ella. Lamentablemente, Paloma también falleció hace un par de años.
 
Luego estaban el resto de las chicas, la contable, Lola primero y Sally después, y las auxiliares, Mª Olga y Aida. A ellas se unió mi esposa Eloísa, con la diferencia que Eloísa venía destinada oficialmente desde Madrid, algo que le causó a Antonio un “gran disgusto” (él tenía otras ideas al respecto) y probablemente fue la causa de que el resto de las chicas consideraran una especie de nepotismo el puesto de trabajo de mi mujer, en el cual yo no intervine para nada. Ella sola, hasta entonces secretaria de Juan Badosa, Director General de Política Comercial, y con contactos diarios con Guillermo de la Dehesa, Secretario General y Luis de Velasco Rami, Secretario de Estado de Comercio, obtuvo el destino.
Por ello, los principios fueron duros, tal vez muy duros, pero la inteligencia de mi esposa y, creo que mi mano izquierda, consiguieron el que a nuestra marcha de Los Ángeles, existiera una buena amistad con todos los miembros de la oficina.
No quiero olvidar a los veintitantos becarios que conocí en mis cinco años angelinos. Sería muy difícil mencionarlos a todos, pero sí tengo grandes recuerdos de algunos de ellos, e incluso, todavía, en la actualidad, sigo manteniendo buenos contactos con varios, como Olguita Caparrós, Santi Quiroga (tengo en mente la cena a la que nos invitaron sus padres, a Eloísa y a mí, en el Hotel Beverly Wilshire, el de Pretty Woman), Iñaki Casaus… o María José Barquín, la sevillana, que incluso se estuvo quedando en casa durante todo un mes hasta que encontró alojamiento.

El cónsul general en Los Ángeles
Tres fueron los cónsules generales que conocí durante mi estancia en Los Ángeles.
El primero de ellos, con el que coincidí poco tiempo, unos meses, fue Joaquín Muñoz del Castillo. Soltero, educado y agradable, se decía de él que en las tardes/noches californianas se enfundaba un traje de cuero y se le podía ver con su moto en Venice…
Con Pedro Temboury compartí unos tres años. Malagueño y simpático, siempre era un placer coincidir con él. Estaba casado con una hija de Onésimo Redondo, castellana, mucho más seria que él.
 
El último cónsul general con el que coincidí, desde 1989 hasta nuestra partida (a cuya despedida, en nuestra casa de Woodland Hills, asistió), fue Eduardo Garrigues. Siempre le estaré agradecido por el amigable trato que me dispensó. Cuando me designaron como agregado comercial jefe de la nueva Oficina Comercial que se abría en Estambul, tuvo el detalle de invitarnos a cenar a mi esposa y a mí, en unión del cónsul general de Turquía y esposa. Nuestro cónsul y el de Turquía, eran viejos amigos por haber coincidido en un destino anterior en África, creo, si mal no recuerdo, que en Nairobi (Kenia). A los pocos días de esta cena, me acerqué al consulado general de Turquía para entregarle al cónsul un obsequio con mi agradecimiento por los consejos, muy útiles, que me dio sobre su país. Recuerdo como si fuera hoy, lo sorprendido que quedé por las grandes medidas de seguridad para acceder al consulado. “La cuestión armenia” tenía la culpa.

Amistades
La verdad es que no fueron muchas. La amistad más próxima y cercana fue con el delegado de IBERIA en Los Ángeles, Patricio Fernández Maillard y su esposa canadiense de Quebec, Françoise, un encanto. Tenían dos niñas de corta edad preciosas.
Con Patricio tenía yo varios puntos en común. Era “chicharrero”, tinerfeño, de madre francesa, de la que había heredado los ojos azules. Compartíamos amistades y conocidos en la isla, y a través de esa línea nació una entrañable camaradería. Patricio, además tenía mucha gracia contando chistes y anécdotas. Recuerdo particularmente alguna, políticamente incorrecta, de su estancia en Sudáfrica, años 60/70 del pasado siglo, donde por cierto, coincidió con Guillermo de la Dehesa.
 
También tendría que hablar de Alberto de León y su esposa Denis, panameños, pero que llevaban toda una vida en los Estados Unidos. Alberto, que de hecho había estudiado aquí la carrera, era el ginecólogo de mi mujer, pero antes que nada, era amigo.
 
Su casa, situada en Long Beach, donde tenía consulta en el St. Mary Medical Hospital, quedaba un tanto alejada de la nuestra, pero así y todo nos veíamos a menudo. Recuerdo especialmente una subasta de arte, cuyos ingresos estaban destinados a la beneficencia, a la que nos invitó el matrimonio, y fruto de la cual, hoy cuelgan en mi casa tres preciosos cuadros y un maravilloso centro de cristal. Al término de la velada, nuestro “botín” viajó en su Rolls-Royce Silver Shadow blanco, en cuyas alfombras se hundían mis pies.
Por supuesto, estaban también los componentes de nuestra oficina, y del consulado y de IBERIA, así como algunas otras personas de la comunidad española e hispana afincada en California. 

Nuestro día a día en Los Ángeles
La mañana comenzaba con el desayuno que tomábamos en la mesa de nuestra hermosa cocina americana. Yo solía ser el primero que aparecía por allí, y dada mi fotofobia, que siempre me ha acompañado, cometía el pecado de iniciar mi primera colación del día casi a oscuras. Luego, en cuanto llegaban mis hijos y Eloísa, era sobre todo Marisa la que protestaba y me decían, con toda la razón del mundo, que era un pecado el que cometía, de modo y manera que abrían las hojas de la persiana veneciana y podíamos contemplar el porche exterior y el nisperero que adornaba esa parte del jardín delantero, todo ello acompañado de la cálida luz californiana.
 
 
Tras dejar a los niños en el cercano campus del Liceo Francés de Woodland Hills, Eloísa y yo iniciábamos nuestro diario peregrinar al trabajo, 25 millas que normalmente recorríamos juntos en el Buick Century. Si había suerte y el Ventura Freeway no iba muy atascado, podíamos hacer el camino en unos 45 minutos. Si la cosa iba mal, “bumper to bumper” (defensa contra defensa) como relataban los servicios radiofónicos cuando informaban sobre el tráfico, una hora o a veces más. Eso sin contar con algún incidente aislado, como por ejemplo el del francotirador, que apostado en un edificio próximo a la autopista, jugaba al tiro al blanco con los sufridos automovilistas, hasta que una unidad especial de la policía lo abatió sin más miramientos. Estados Unidos funciona así, y a veces pienso que son ellos los que tienen razón, y no los pusilánimes europeos.
Tras nuestra jornada de trabajo, con almuerzo rápido entre medias, habitualmente terminábamos el día hacia las cuatro de la tarde, en que iniciábamos el regreso a casa, previo paso por el colegio para recoger a nuestros hijos.
 
Ya en casa, los días de diario, si el tiempo acompañaba, y lo hacía casi siempre, solíamos disfrutar un buen rato de nuestro jardín, con el añadido en el pensamiento de que jamás volveríamos a gozar de nada parecido. Junto a nosotros, Sancho corría de un lado a otro y disfrutaba quizás el que más. Era digno de ver, como si de una película de Disney se tratara, el choteo que se traían las ardillas, emulando a Chip y Chop, con nuestro dálmata. Lo provocaban continuamente, él corría como un poseso, y cuando creía que las tenía a su alcance, trepaban por las palmeras haciéndole grandes muecas y emitiendo sonoro ruidos de burla. Todo un espectáculo bastante habitual, al que asistíamos divertidos y sin tener que pagar entrada.
 
Los fines de semana, ya lo he mencionado, solíamos ir a Disneyland o algún otro parque de atracciones. También hacíamos alguna que otra barbacoa en casa, disfrutando de los increíbles “T bone” americanos. En este punto, tengo que confesar que al contrario de lo que solía ser habitual en otros matrimonios, en nuestro caso era mi esposa la que manejaba la barbacoa, por cierto, con muchísimo arte.
 
 
Otras veces solíamos desplazarnos a la cercana playa de Malibú, en concreto a la sección denominado Zuma, que suele salir en todas las pelis de sufistas. Recuerdo una de las primeras veces en que un servidor, comenzó a introducir en la nevera portátil unos “coolers”, típica bebida californiana con muy poco alcohol, que me encantaba, cuando Eloísa, que frecuentaba la playa con los niños bastantes más veces que yo, me dice:
-      “¿Qué haces? ¿Estás loco? ¿No sabes que está absolutamente prohibido beber alcohol en público?”. Igual que en las películas.
 
En alguna ocasión, quizás un cumpleaños, como el de Marisa cuya foto incluyo acompañada entre otras amigas por Valencia y Britney Jackson, las sobrinas de Michael, hijas de Marlon, compañeras del Liceo, cogíamos los dos coches, los llenábamos de niños (Eloísa, que solía conducir en estas ocasiones el Buick, lo atiborraba de pequeños enanos/as, a veces hasta 10 y más, algo impensable en Europa) y nos íbamos a la cercana playa de Malibú. Ahora lo pienso, y me entran escalofríos. ¡Dios mío, hasta 14 o 15 niños…!
 
También teníamos el recurso de las visitas a las misiones, una de las cuales, la de San Fernando Rey de España, estaba relativamente cerca de nuestra casa. Estaba muy acicalada, y daba gusto el pasear por sus cuidadas instalaciones. En esos soportales que muestran mis fotografías, se rodaron algunas de las películas pioneras de Hollywood.
 
Cuando el tiempo no acompañaba, estaba la solución de los Centros Comerciales cubiertos, llamados aquí Malls. Muy cerca de casa teníamos dos fantásticos, cada uno de ellos liderados por varios de los más famosos Grandes Almacenes de California, varias salas cinematográficas, y un buen ramillete de preciosas tiendas, donde estaban presentes todos los nombres conocidos y por conocer, como Levis, Guess, Foot Locker, Calvin Klein... y algunas tiendas absolutamente típicas de los Estados Unidos, de esas que solo se ven en las películas. En el caso de Calvin Klein, aporto la anécdota de que en el doblaje al español del film Regreso al futuro (1985), los calzoncillos de los que toma “prestado” su nombre James Fox/Marty McFly, se convierten “por arte de magia” en Levis Strauss, ya que en esas fechas, el nombre de Calvin Klein (fundada en 1968), no habría dicho absolutamente nada al espectador español, pero el despropósito es de grandes dimensiones, ya que al tiempo que Marty habla, muestra, en la cinta de los calzocillos, el nombre de Calvin Klein.
Topanga Plaza, en el 6600 de Topanga Canyon Blvd, abrió en 1964, convirtiéndose en el primer centro comercial cerrado de California. Aquí se encontraban Broadway (en estos Grandes Almacenes compramos nuestro dormitorio, que sigue siendo el mío hoy en día, y alguna vitrina), May Company, Montgomery Ward y Nordstrom.
El otro Centro Comercial, más pequeño, pero mucho más “chic” era The Promenade que había abierto sus puertas en 1973 con la etiqueta de “high-fashion center”, en 6100 Topanga Canyon, muy cerca, pues, del otro. Sus principales reclamos eran Bullock Wilshire, Saks Fith Avenue y sobre todo, Robinson’s. Éste último era el favorito de mi mujer. Realmente bonito y elegante, estaba una cabeza por encima del resto. Aún conservo algún jersey de estos Grandes Almacenes.
En este Centro Comercial se encontraba la tienda favorita de Eloísa, Jays. Aquí compraba sus bolsos, billeteros, y agendas. Era un establecimiento relativamente pequeño, donde todo lo que se mostraba era de auténtica clase, y en cuanto a precio, no mucho más que una tienda estándar. Tenía además otra inmensa ventaja. Nos conocían muy bien, y sabían perfectamente lo que había que hacer para no cargarnos el 6,5% del equivalente al IVA estadounidense, y del que estábamos exentos con nuestra tarjeta diplomática expedida por el Departamento de Estado.
 
Llegados aquí, no me queda más remedio que hablar de esta tarjeta y su funcionamiento. Así como en Europa el IVA viene ya incluido en el precio final del artículo, no es así en Estados Unidos. Al precio que vemos en el escaparate hay que añadirle siempre el IVA correspondiente. En California, al menos en nuestra época, era del 6,5% para todos los artículos, incluidos los vehículos, lo cual nos suponía un gran ahorro. Ahora bien, en el día a día era un tanto engorroso hasta que nos conocían. El problema consistía en que todas las máquinas estaban programadas para cargar automáticamente el IVA, de modo que para evitar esto, y tras un concienzudo examen de la tarjeta diplomática, había que llamar al supervisor para que manipulara la máquina. En muchos casos había que armarse de paciencia (quien más te preguntaba inocentemente y con una gran sonrisa, que qué había que hacer para obtener una tarjeta como esa, quien menos te miraba con mala cara) hasta que el supervisor daba el visto bueno, pero una vez que ya nos conocían, las cosas iban más rápido. Solo tuve 3 percances en mis 5 años californianos. Recuerdo que uno de ellos fue en los Grandes Almacenes SEARS. Escribí y me contestaron pidiéndome disculpas. Otro de los establecimientos, del que no recuerdo su nombre, era donde adquiría habitualmente mis CDs. Aquel día me atendió una chiquita que probablemente no llegaba a los 20 años, que me ninguneó riéndose de mí con muy mala baba. Escribí a la dirección. Me contestaron pidiendo toda clase de disculpas, rogándome que siguiera siendo su cliente, que un caso como el que yo describía, no volvería a suceder más, y me ofrecían un CD en desagravio, el que yo quisiera. Recuerdo bien el día que entré en el comercio con la carta en la mano pidiendo ver al supervisor, que casi me puso la alfombra roja bajo mis pies. La chiquita que me había ninguneado seguía allí (de lo cual me alegré), pero no sabía a dónde mirar.
 
Finalmente quiero citar una maravillosa tienda de muebles, prototipo de los típicos establecimientos que vemos en las películas de Hollywood, con unos muebles en maderas preciosas increíbles. Hablo de Ethan Allen, comercio fundado en 1932, y donde adquirimos unas bellas mesas esquineras y otra de centro en pino macizo. También aquí compramos el dormitorio de nuestra hija Marisa, que hoy en día duerme su sueño en nuestro ático a la espera de que lo hereden alguna de sus hijas.
Tampoco podemos olvidar nuestras visitas al supermercado. Los más sofisticados eran Gelson’s e Irving Ranch; luego estaban los del gran público, Lucky, Ralph, Vons y Safeway, este último, con unos clientes de un estrato social más popular, era el favorito de los hispanos. Nosotros solíamos hacer nuestra compra habitual en Lucky y a veces en Ralph, aunque a todos, el que más nos gustaba era Gelson’s, una auténtica delicia, tanto por los artículos ofrecidos, como por la clientela que lo visitaba o el trato que sus empleados daban a los clientes. Por ejemplo, era muy normal que un chico acompañara al cliente hasta el coche con el carrito, donde le ayudaba a introducir las bolsas.
Otros comercios que solíamos frecuentar eran Circuit City, de electrónica, Target, un poco de todo, o la panadería francesa de Annie, situada en el Ventura Blvd. frente al supermercado Vons. Le comprábamos el pan a Annie, auténtico pan francés (los americanos no solían consumir estas delicias), y de paso, al menos en mi caso, practicaba mi francés con ella, aunque a veces era Annie la que me hablaba en un español casi sin acento (sus empleados eran casi todos hispanos). 

LA CIUDAD DE LOS ÁNGELES. ALGUNAS HISTORIAS
Fue fundada en 1781 por el gobernador español Felipe de Neve con el nombre de “El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río de Porciúncula”. En 1821, después de la guerra de independencia mejicana, la ciudad se integró como parte de Méjico, pero en 1848, a consecuencia de la intervención de los EE.UU. en Méjico, Los Ángeles y el resto de California pasaron a ser parte de los Estados Unidos de América de acuerdo a lo pactado en el Tratado de Guadalupe Hidalgo. La ciudad se incorporó a la unión como municipio el 4 de abril de 1850, cinco meses antes de que California consiguiera la categoría de estado dentro de los Estados Unidos de América.
 
¿Cuáles son los atractivos de esta ciudad, que en mi época rondaba los 12 millones de habitantes y 6 millones de coches? Tal vez la mejor manera de indicarlo sea decir que el mayor atractivo de Los Ángeles es la propia ciudad. No cabe duda que existen una serie de puntos más o menos emblemáticos (Beverly Hills y las casas de los famosos, el Teatro Chino de Hollywood, los Estudios Universal, la Paramount, los Parques de Atracciones) de los que daré algunas reseñas.
 
Tampoco podemos olvidar el Down Town, que también tiene su encanto, con el conocido edificio del ayuntamiento, visto en  tantas y tantas películas, y, aunque parezca un tanto “extraño”, los cementerios…
 
Tanto familiares como amigos o compañeros que visitaban la ciudad, se extrañaban, y mucho, de que uno de los puntos importantes que les “preparaba” de la visita a Los Ángeles, fuera los cementerios. Mis hermanas, así como mi hermano Paulino, que en unión de su esposa Eva nos visitó incluso dos veces, me decían que lo mío y los cementerios era “morboso”. Yo siempre respondía, a todos, lo mismo: Los Ángeles era una ciudad con apenas 200 años de historia. Aquí, entre los monumentos más emblemáticos a visitar, además de las casas de los famosos, estaba su lugar de reposo eterno…
Otra de las características que me llamó poderosamente la atención cuando llegué a Los Ángeles fue la construcción de las casas. Ya he mencionado, cuando he hablado de la mía, que salvo la gran chimenea que dividía salón y comedor, con hogar en ambos lados, cimentada en piedra, así como la entrada de la casa, el resto de la misma era todo de madera.
Recuerdo cierta ocasión en que circulaba por el Ventura Boulevard y vislumbré el esqueleto, y nunca mejor dicho, de una gran casa en construcción. Todo en ella era de madera. Es algo que estamos acostumbrados a ver en las películas del oeste y pensamos que es asunto de otra época. Pues no. La inmensa mayoría de las casas que se levantan en Los Ángeles, excepción hecha de los grandes rascacielos del Down Town y edificios similares, son todas de madera. El razonamiento que se da cuando uno efectúa la pregunta correspondiente es que se hacen así a consecuencia de los terremotos. En parte, seguro que es así, pero apostaría a que hay otras muchas razones de tipo histórico o sociológico. Mientras escribo estas líneas, siento enormemente y confieso mi “pecado”, pese a lo mucho que llamaba la atención de un europeo, que aunque me lo prometí muchas veces, nunca realicé alguna fotografía de una casa en construcción. Impresionaba ver todo el esqueleto de la misma en madera, todo madera, solo madera…

Los terremotos y otros temas negativos
¿Se puede hablar de Los Ángeles sin acordarnos de los terremotos? Evidentemente, no. Cuando solicité la plaza y me fue concedida, en lo último que pensé fue en los movimientos sísmicos. Pero una vez in situ, y después del bautismo de fuego, ya no se te van nunca de la cabeza. Indudablemente, una vez que ha pasado el susto, te dices que ya no volverá a ocurrir, pero sabes que no es verdad, que volverá a suceder, y lo que jamás sabrá es cuál será la intensidad del próximo, si será de los “malos”, los que quiebran la tierra de arriba abajo con terribles sacudidas, o bien, de los de vaivén, de esos que parece que te balancean y que incluso, pensando en los otros, hasta te parecen agradables.
En mis 5 años angelinos viví aproximadamente un temblor cada 3 meses. Cuando hablo de un temblor cada 3 meses, me refiero a movimientos superiores a grado 4 en la escala de Richter, es decir, aquellos que se sienten de verdad, de los que dejan huella, de los que cuando los estás “sufriendo” nunca sabes cuánto más van a durar ni cómo continuarán, si irán a menos o por el contrario, a más.
 
Casi todos los que me tocó vivir lo fueron en casa, es decir, a ras de suelo (no dejan de inquietar, pero producen menos horror), un par de ellos en la oficina e incluso alguno en la carretera; en este último caso, solo me enteré del temblor cuando llegué a casa y escuché las noticias. Mientras conducía noté como un ligero bamboleo, pero lo achaqué al viento o alguna anomalía de la carretera.
Verdaderamente fuertes, de los que rondan los 7 grados en la escala de Richter, me tocaron dos. El primero coincidió con la visita oficial de los reyes Juan Carlos I y Sofía en 1987. Fue a muy primera hora de la mañana. A los reyes les pilló en el hotel. Luego, en el transcurso de la “magna jornada”, el rey se lo tomó con mucho sentido del humor, diciendo que “eran gajes del oficio”. La reina estaba más blanca que el papel de fumar.
El otro gran terremoto de 7 grados lo viví en la oficina y duró cerca de 30 segundos de reloj. Son los 30 segundos más largos que ha recorrido mi Rolex. Recuerdo como si fuera hoy, que yo no apartaba los ojos de la aguja del segundero, y tenía la impresión de que no se movía. El terremoto fue de los malos, de los que sacudían el edificio de arriba abajo. Todo temblaba, veías que todo se movía. Estaba agazapado debajo de la gran mesa de la sala de juntas. Por mi mente, en esos 30 segundos de “baile”, pasó toda mi vida en imágenes. Junto a mí, Jaime García Murillo parecía demudado. Acababa prácticamente de tomar posesión y era su bautismo de fuego.
Cuando te has medio recuperado, y comienzas a dar gracias a Dios y a respirar con más normalidad, te acuerdas que todo no ha acabado, que después del “grande” vienen lo que los anglos denominan “aftershock” y los hispanos califican como remezón. Algunas veces, el aftershock era tan potente como el movimiento inicial…
Además del seísmo que he citado, recuerdo vivamente otro que viví en casa. Eran las diez de la noche. Los niños estaban en la cama. Eloísa y yo veíamos la televisión en el salón cuando de pronto pareció que la casa entera salía volando por los aires. Yo miraba las grandes vigas de madera subir y bajar… Quedé bloqueado. Esa es otra de las cuestiones que vives en un terremoto. Pese a toda la experiencia que puedas tener, y cuando sucedió el temblor al que me refiero yo la tenía, pues llevaba en Los Ángeles más de 4 años, nunca adivinas cuál va a ser tu reacción. Sabes perfectamente que debes buscar marcos de puertas, mesas de gruesos tableros donde refugiarte… y por supuesto, alejarte, por ejemplo, de los cristales.
Pues bien, cuando comenzó el “baile”, con un ruido ensordecedor, porque esa es la otra característica de un “buen temblor”, un ruido espantoso que parece que sale de las entrañas de la tierra y no te deja oír nada, yo veía a mi esposa que se había ido a refugiar bajo el marco de una puerta, y veía que me gritaba, pero yo no oía nada. ¿Qué me gritaba? Pues sencillamente, me decía que me apartara del gran ventanal, todo cristal, que separaba el salón de la salita. Las fotos pueden dar una idea de la imbecilidad que yo cometí, y de la que solo fui consciente cuando terminó el “meneo”.
Cuando nos reponíamos del inmenso susto, se abrió la puerta que comunicaba el pasillo de los dormitorios con el salón y apareció uno de los niños, no recuerdo bien si Mariano o Marisa, con cara de sueño y preguntando qué había pasado, que tenía la sensación de que la casa se movía…
Pasado el miedo, recuerdo que lo que más me fastidió fue quedarme sin saber el final del chiste que estaban contando en la tele. Al día siguiente me enteré que el terremoto “solo” había alcanzado 5,2 en la escala de Richter, pero el epicentro lo habíamos tenido muy cerca de nuestra casa, en Malibú.
Para mí, en Los Ángeles todo fue positivo, si exceptuamos el tema de los terremotos y, quizás, otras dos pequeñas minucias, que cuento.
Nunca logré superar que para los americanos la semana comenzara en domingo (probablemente consecuencia de los peregrinos del Mayflower y su concepto de la moral más bien restrictivo) en lugar del lunes, de modo que una vez pasado el primer momento de estupor, todos mis calendarios, tanto de mesa como de pared, los compraba en España.
También me costaba convivir con el reloj de 12 horas en lugar del de 24, como el resto de europeos. Por eso, cada vez que en la España de hoy, veo eso de 10:00 AM o 08:00 PM, me llevan los demonios, eso sin contar con que algún indocumentado snob, que no sabe hacer la “O” con un canuto escribe aquello de 17:00 PM. ¿Alguien le habrá enseñado a esta acémila que está escribiendo una completa burrada y nunca mejor dicho lo de burrada cuando hablamos de una acémila?

La visita del Juan Sebastián Elcano
 
Si el apartado anterior hablaba de aspectos negativos, éste es el polo opuesto. Me refiero a uno de los momentos más gratos y recordados de los cinco años que pasamos en Los Ángeles. El 19 de abril de 1990 asistimos a una fiesta de gala que se celebraba en el buque escuela de la armada española, atracado en el puerto de San Pedro, junto a Long Beach. El velero efectuaba su singladura habitual alrededor del mundo en la formación de los marinos españoles desde que fue botado allá por 1927.
 
La foto que muestra a Eloísa de largo y a mí de smoking, está tomada en casa esa noche, antes de dirigirnos a la recepción, que por todo lo alto, se celebraba en el bergantín-goleta, y que resultó realmente espectacular y emocionante. Para mí, doblemente emocionante, pues aún recordaba la primera vez que había pisado la cubierta del buque en mi infancia tinerfeña acompañado de mi padre.
 
Esa noche, entre canticos, deliciosos entremeses, entre los que destacaban los de auténtico jamón de bellota, y vino español, mi esposa tuvo una idea brillante (las solía tener muy a menudo): se “ligo” a un guapo guardiamarina, y le preguntó si sería posible visitar el barco al día siguiente con sus hijos. El futuro marino le dijo que por él no había inconveniente alguno, que incluso se ofrecía para enseñarnos el barco de arriba abajo, pero que había un problema difícil de resolver: el Juan Sebastián Elcano, que aún permanecería un par de días atracado en San Pedro (sí, el de la isla bonita de Madonna), lo estaba en un muelle con acceso restringido por estar bajo jurisdicción militar.
-      “Ah, por eso no te preocupes. Ya lo arreglará mi marido. Si tú nos dices que nos enseñas el barco, mañana en la mañana estamos aquí con nuestros hijos”.
Cuando ya de regreso a casa, Eloísa me lo contó, pensé que lo único que podría salvarnos eran las placas diplomáticas del coche. Así y todo no las tenía todas conmigo, pero me dije que lo peor que podía pasar era hacer el paseo en balde.
 
Al día siguiente, domingo, bien pertrechados en el Buick, Marisa, Mariano, Eloísa y yo, nos presentamos en el puerto de San Pedro. En el control militar de acceso al muelle restringido, enseñé mi documentación, y entre eso, las placas del coche y la información que di al militar que custodiaba la cancela, que nos esperaban en el Juan Sebastián Elcano, algo que por otra parte se acercaba mucho a la verdad, franqueamos con éxito el paso.
 
Una vez en el velero, el guardiamarina que aparece en la foto con mi esposa e hijos, y del que siento no recordar el nombre (probablemente hoy en día sea un alto mando de la armada española), tal como prometió, nos enseñó el barco de arriba abajo, además de con eficacia, con gran simpatía. Dado el distendido ambiente que respirábamos (circulábamos solos por todo el buque, por el exterior y el interior, del que aún recuerdo el comedor de oficiales y guardiamarinas), yo, hasta me atreví a hacerme esa foto al timón del glorioso Juan Sebastián Elcano. Para mí, fue uno de los grandes momentos que viví en mis 5 años californianos.

Las autopistas
La mía era la 101, denominada Hollywood Freeway en su primer tramo, hasta el cruce con la 405, San Diego Freeway, y a partir de ese punto, Ventura Freeway. El condado de Los Ángeles, aproximadamente 100 kilómetros de este a oeste y 80 de norte a sur, está cruzado en todas las direcciones por unos 800 kilómetros de autopistas. Esos 800 kilómetros son la razón que aluden los visitantes de la ciudad angelina para “justificar” el hecho de que allí “no hay ciudad”. Nada más lejos de la realidad. Cada milla y media o dos millas, estas autopistas cuentan con una salida. Una vez tomada una salida determinada, allí, en ese punto está “la ciudad”, llámese, Hollywood, Beverly Hills, Encino o Woodland Hills, como la mía.
Las autopistas forman pues parte de la vida diaria de los angelinos. Yo he vivido en ellas varias anécdotas.

Madonna y su Rolls
En cierta ocasión circulaba por la 101  conduciendo nuestro Buick. Me acompañaba mi esposa. En un determinado momento, vislumbro a mi diestra un Rolls Royce blanco, un clásico Silver Shadow. Al fijarme en su placa trasera, vi que estaba personalizada. En California era posible personalizar la matrícula de tus vehículos mediante el pago de un suplemento adicional. En las placas de este Rolls, el número que figuraba era el de Madonna 1.
-      “Mira, es Madonna” recuerdo que le dije a mi esposa.
Procuré acercarme hasta la altura del Rolls, y allí estaba ella, rubia, sola al volante del automóvil.

Tom Cruise en la gasolinera de casa
El tropezarte con alguien “famoso” era lo normal en Los Ángeles. Eloísa y Mariano, en otra ocasión, repostando gasolina en una estación de servicio situada a la salida del Ventura Freeway, la más próxima a nuestra casa, donde éramos clientes habituales, se encontraron cara a cara con Tom Cruise efectuando la maniobra de rellenar el depósito de su vehículo. Vestía un pantalón corto y una camisa blanca. Su coche era bastante normal, un Chevrolet Camaro. El actor, que ya por entonces, tras protagonizar Rain Man (1988) y Nacido el 4 de Julio (1989),  era famoso, se dio cuenta que lo habían reconocido y saludó muy amigablemente. El sucedido nos lo contaron Eloísa y  Mariano cuando regresaron a casa. Recuerdo la terrible desolación de Marisa y Patricia (hija de una compañera mía destinada en aquellas fechas en Bonn), que pasaba una temporada en casa, sobre todo, porque mi esposa les había ofrecido que la acompañaran, y ellas, al contrario que Mariano, declinaron la oferta…
Seguro que en multitud de ocasiones nos cruzamos con otros muchos famosos a los que, por premura o por otras muchas circunstancias, no reconocimos…

Don Johnson y su Lamborghini
En otra ocasión circulaba yo en unión de Mariano por el Ventura Freeway en dirección a casa. Ya cerca de nuestra salida, fue Mariano quien me señalo a nuestra izquierda el Lamborghini Countach de Don Johnson, protagonista de Miami Vice (la serie se estrenó en España con el título de Corrupción en Miami) que iba al volante, sólo, en el vehículo. Yo no le habría distinguido.

Me para la policía con el Buick Century y toda la familia dentro
En Los Ángeles es necesario disponer de un vehículo antes que de zapatos. No es una frase hecha, es la auténtica realidad.
Al día siguiente de mi llegada, me acompañó Gonzalo a un concesionario de Buick, al que nos había (hablo en plural, por Antonio Muñoyerro, el Consejero Comercial, y yo) introducido previamente Luis Carderera, el antecesor de Antonio.
 
Adquirí un Buick Century, Station Wagon, 3.8 litros, habilitado para 6 plazas, que pesaba cerca de 2 Tm. Jamás había poseído un coche americano, y la verdad es que salvo raras excepciones (el Chevrolet Bel Air de 1957, por ejemplo), nunca me habían llamado la atención. Ahora bien, una vez que conduces uno, te haces adicto al automóvil “made in USA”. Independientemente de que ya para esas fechas el coche contaba con todos los elementos más avanzados, como cierre centralizado, mando de los espejos exteriores desde el interior, “cruise control”, el mejor sistema de aire acondicionado de todos los vehículos que he poseído, etc., todo estaba pensado para la comodidad del usuario, y pese al tamaño del coche, se hacía realmente fácil el conducir aquel fantástico automóvil con caja de cambios automática de 4 marchas.
Era un placer el subir con el Buick por la 101, denominada Hollywood Freeway en ese tramo de la autopista, las llamadas Colinas de Hollywood, plácidamente, en la directa, o, para que me entiendan las generaciones más jóvenes, en 4ª, y si se te antojaba y el tráfico lo permitía, pisar el acelerador a fondo, y en ese momento se producían dos hechos al unísono. A la vez que el cambio automático saltaba de la 4ª a la 3ª, el vehículo levantaba el morro como un avión en el despegue, y el empuje de sus casi 4 litros de cubicaje, te dejaban pegados al asiento mientras el Buick volaba con la suavidad de sus 6 cilindros que le daban un ronroneo apenas perceptible al motor.
Pues bien, un cierto fin de semana, nos dirigíamos, la familia al completo, incluyendo a mi suegra, de visita por una temporada, a Disneylandia. Acababa de introducirme en el Ventura Freeway, a fin de recorrer de noroeste a sureste, las 55 millas que nos separaban del parque de atracciones, en Anaheim.
Llevaba delante de mí un conductor de los que solemos denominar como “huevón”, de modo que no lo pensé dos veces, miré por el retrovisor, giré el volante a la izquierda para utilizar otro carril de los 5 de que disponía la autopista, y pisé a fondo el acelerador. El Buick “voló”, adelanté al “huevón”, y nada más hacerlo, como por arte de magia, exactamente igual que sucede en las películas, oigo la correspondiente sirena y las luces del clásico Chevy de la policía angelina, detrás de mí, indicándome claramente que me detuviera en el arcén, a la derecha. No me lo podía creer. Había aparecido de la nada, como si hubiera salido de una nube invisible.
En fin, detuve el vehículo, se me acercó un policía rubio, de unos 40 años, prototipo de los que vemos en las películas de Hollywood, y tras saludarme, me preguntó que a qué velocidad pensaba yo que iba. Tras pensarlo un instante, le respondí que
-      “55 miles more or less”.
El límite en las autopistas californianas, al menos los 5 años de mi estancia allí, era de 55 millas, unos 90 kilómetros, aunque nos cueste creerlo a los europeos. El agente de la autoridad, mientras esparcía su mirada por el interior del vehículo, recorriendo con los ojos a toda la familia, suegra incluida, me dijo solo tres palabras que se me han quedado grabadas desde entonces:
-      “A lot more…”.
Para acabar con la historia, el poli comprendió que con las placas diplomáticas no iba a servir de nada la multa, pero se explayó a gusto, y me echó una auténtica filípica, indicándome que justamente por las placas que llevaba, tenía que dar ejemplo, y añadió, “…y además, va Vd. con toda la familia…”. La verdad es que me sentí un tanto avergonzado.
Tuve otra experiencia parecida, que contaré de forma más concisa, con el Golf GTI. Me acompañaba nuestro hijo mayor, Luis. En el cruce de la 101, Hollywood Freeway, y la 405, San Diego Freeway, barrí literalmente desde el carril 5 al primero. Exactamente como en el caso anterior, el policía salió de la nada y se repitió la misma filípica.
 
Se me para el Golf GTI en medio de la autopista y me saca de allí una poli rubia espectacular
Por último, contaré la mejor anécdota de las que me ocurrieron en Los Ángeles con la policía angelina. Esta es positiva.
Corría el último año de nuestra estancia en Los Ángeles. Mariano y Marisa, tras cuatro años en el campus del Liceo Francés en Woodland Hills, habían tenido que trasladarse a la sede central, en Overland, ya que el campus del Valle no continuaba con el curso que hacían ellos. Aquí, en Overland, entre cuyos antiguos alumnos se encontraba, por ejemplo Jodie Foster, o bien Eloísa o bien yo, los recogíamos a la salida, por la tarde. Una de esas tardes en que me tocó a mí, sucedió el hecho que narro ahora.
Debían de ser las cinco de la tarde, absoluta hora punta en la ciudad de las estrellas. Conducía yo el VW Golf GTI por el Ventura Freeway. Además de a Mariano y Marisa, llevaba a otro alumno más, un compañero iraní que vivía también en nuestra zona. La 101, en aquellas fechas, reputada como la autopista más transitada del mundo, iba a tope en sus 5 carriles. Yo circulaba por el carril 2, es decir a la diestra del teóricamente más rápido, cuando el coche me dio un par de tirones y se detuvo en el acto. Intenté arrancarlo, pero vi que era inútil. En aquel instante, por los síntomas, supuse que era la bomba de gasolina. Acertaría.
Pese a la congestión absoluta de la autopista (“bumper to bumper” –defensa contra defensa- era la expresión que utilizaban los locutores de radio cuando daban los informes del tráfico rodado), no se oyó sonar un solo claxon. El carril 1 y el 3, dejaban, alternativamente, “escapar” del carril 2 que yo bloqueaba, a los automovilistas que circulaban tras de mí. Un ejemplo de civismo que jamás se me olvidará.
Salí del coche sin saber muy bien qué hacer, cuando vi que detrás de mí se había detenido un BMW del que salió un chico joven, sobre la treintena, muy trajeado, el clásico yuppie californiano de película, al que acompañaba una chica de su edad que permaneció en el interior del vehículo. Se acercó a mí, y, tras saludarme, me dijo con una gran sonrisa, que él no sabía nada de motores y en ese campo no me podía ayudar, pero que disponía de un teléfono móvil, algo todavía poco usual, incluso en Los Ángeles, en aquel año de 1990.
-      “Si lo desea, podemos llamar a la patrulla especial de la autopista”, me dijo, al tiempo que miraba al cielo, donde, como de costumbre, volaba uno de los helicópteros del DMV, el Departamento de Tráfico.
Yo iba a decirle que sí, que le agradecía su ofrecimiento, cuando el joven yuppie me dijo:
-      “Mire, ya no es necesario”.
Teníamos detrás de nosotros al gran Chevrolet de la patrulla especial de las autopistas, con unas enormes defensas, que sobresalían incluso por encima de la altura del capó.
Yo miraba agradecido hacia el Chevy, cuando de éste veo salir a una agente enfundada en el clásico uniforme negro que vemos en las películas de Hollywood. Tengo de testigos a mis hijos que no me podrán desmentir cuando lean estas líneas.
La agente que descendió del Chevrolet era también de película, alta, rubia, guapa, unos 25 años… espectacular. Casi no atinaba a responderle cuando me saludó y me hizo las preguntas consabidas, la primera de ellas, clásica, “si tenía gasolina”.
Una vez que le indiqué que sí, que tenía combustible de sobra, y lo que yo creí que le pasaba al vehículo, me dijo:
-      “Bueno, voy a sacarlo de la autopista. ¿Ve Vd. la salida aquella que hay a una media milla aproximadamente? Pues por allí. Ahora, suba Vd. al coche, quite el freno de mano y póngalo en punto muerto. Lo demás corre de mi cuenta”.
A continuación, la agente, se plantó en medio de la autopista y con dos enérgicos gestos de ambos brazos, detuvo el tráfico de la arteria más transitada del mundo.
Mientras ella se dirigía a su automóvil y lo colocaba estratégicamente tras el mío pegando sus grandes defensas especiales a la trasera del Golf, no me olvidaré del espectáculo que suponía ver a la famosa 101 que se había quedado vacía, Solo se veían en lontananza los coches que habían superado “el corte”.
No quiero exagerar, repito que tengo testigos, pero pienso que la rubia me sacó de la autopista a no menos de 80 kilómetros a la hora. Un conductor/a novato, lo habría pasado mal, incluso muy mal. Yo, pese a mis muchos años de carné y lo que me gustaba conducir (está mal decirlo, pero a los 12 años, en 1959 conducía ya el coche de mi padre, un gran Humber inglés de 1957 -existe prueba documental en forma de película de 8mm-), lo pasé francamente mal.
Cuando, una vez ya alcanzada la salida que había indicado la agente, cuesta abajo, ella me dejó ir a mi aire, y pude estacionar a la derecha, respiré al fin tranquilo.
Solo entonces, la rubia se acercó a mí, ya con tranquilidad, y tomó nota de todo lo necesario, nombre, placas del vehículo, etc. Cuando finalizó, me dijo, siempre con su gran sonrisa y con toda la amabilidad del mundo:
-      “Señor, mi misión acaba aquí. Mire, ahí, a la izquierda, tiene Vd. un teléfono público desde donde puede solicitar la ayuda que estime necesaria. Le deseo suerte. Buenas tardes”.
Quedé aún aturdido unos minutos. La culpa era no sólo de la avería, sino también de la rubia. Aún no me lo creía. Era como vivir una película de Hollywood. Tras tres o cuatro minutos de reposo, le dije a mis hijos y a su compañero:
-      “Estoy seguro que es la bomba de la gasolina. Vamos a esperar 5 minutos más y a ver si hay suerte y me arranca”.
Acerté. Giré la llave, el coche arrancó y pudimos llegar sin novedad a casa. Al día siguiente, en el concesionario, La Torre Volkswagen, ese era el nombre, confirmaron mi veredicto. Era la bomba de la gasolina.
 

LUGARES EMBLEMÁTICOS
Voy a citar a continuación aquellos puntos más emblemáticos de la ciudad de Los Ángeles. Siempre que me sea posible, los acompañaré de alguna de mis fotografías.
Beverly Hills y Bel Air
 
La ciudad de Los Ángeles está trazada como a cuadrícula, salvo raras excepciones. Así, tenemos arterias tan importantes como Wilshire (pronúnciese uilshir, no uailshir o uailshair como hacían muchos compatriotas que nos visitaban) Boulevard o Sunset Boulevard que recorrían la ciudad de este a oeste por espacio de varios kilómetros.
Whilsire Boulevard arrancaba en el Down Town y terminaba en Santa Mónica, al oeste de la ciudad, después de recorrer algo así como 20 kilómetros.

Beverly Wilshire Hotel
En esta arteria, en el número 9500, en pleno Beverly Hills, frente a la famosa Rodeo Drive, se encuentra el más que conocido Hotel Beverly Wilshire, protagonista de varias películas, pero especialmente, de una: ¿Quién no recuerda a Julia Roberts en el vestíbulo de este hotel en Pretty Woman?
 
Sin embargo, el hotel, construido en 1928, era ya más que famoso cuando se rodó el film que encumbró a la novia de América. Aquí, pernoctaron Richard Burton y Elizabeth Taylor (siendo aún Mrs. Eddie Fischer, con el consiguiente escándalo de la pacata sociedad americana), y Elvis Presley tuvo una suite en el hotel. Steve McQueen vivió aquí largo tiempo, y Warren Beatty convirtió este lugar en su casa por más de 10 años; de hecho, consideraba el Beverly Wilshire Hotel “the only place to live in L.A.”.
El polo opuesto del Hotel Beverly Hills, más parecido a un gran palacio entre palmeras, el Beverly Wilshire con su Beaux-Arts façade de 9 plantas, fue el primer hotel convencional de Los Ángeles. Lo que no cabe duda es que ambos son los más famosos del lugar.

Rodeo Drive
Aquí en Rodeo Drive, tal vez la única calle de Los Ángeles donde se puede “andar”, pasear, sin llamar la atención, encontramos los nombres de las más famosas firmas del orbe. Si probamos a detenernos en alguna zona de la avenida por espacio de una media hora, podéis tener la seguridad de descubrir a más de un famoso/a traspasando las puertas de las más renombradas tiendas del mundo. Lo he comprobado personalmente. En una ocasión me tropecé de frente con Shiley McLaine, inconfundible, o con el inefable Sylvester Stallone.
 
En esta misma calle se encuentra el que en mi época era el más lujoso centro comercial de Los Ángeles, Rodeo Collection. En cierta ocasión, entré en el aparcamiento subterráneo del edificio y quedé anonadado: los Rolls Royce, Ferrari, Lamborghini, Cadillac, Bentley, Jaguar  o grandes Mercedes, era lo que más abundaba. Ciertamente, era habitual encontrar vehículos de estas marcas en Los Ángeles, pero verlos todos juntos en un reducido espacio, era un auténtico espectáculo.

Sunset Boulevard
En cuanto a Sunset Boulevard, sin duda alguna la arteria más famosa de Los Ángeles, nunca olvidaré cierta ocasión en que circulaba desde el Down Town en dirección a Santa Mónica. El firme de la gran avenida era el normal de cualquier calle. Juro por lo más sagrado, que en cuanto el coche traspasó la altura en que se encuentra ese cartel de la fotografía que inserto, donde figura el nombre de Beverly Hills, el firme de la calzada cambió como por arte de magia. Ni se sentía al vehículo rodar, era como si nos desplazáramos en una alfombra mágica.
 
Muchos puntos de esta arteria se han hecho famosos a lo largo de los años. Baste mencionar solo unos pocos para hacernos una idea: The Roxy, Le Dome, Trocadero Steps, Chateau Marmont, o 77 Sunset Strip, en el 8524, donde se encuentra el restaurante Dino’s Lodge, que fue propiedad de Dean Martin. La celebridad del lugar se debía, más que al nombre de su propietario, a que allí, a finales de los años 50 e inicios de los 60 del pasado siglo tenía lugar el rodaje de la popular serie de televisión 77 Sunset Strip.

Bevely Hills Hotel
Situado en el 9461 de Sunset Boulevard, este palacio rosa, se inauguró en 1912 en un estilo que se llamó Mission Revival y es, sin duda alguna, el más famoso hotel de Los Ángeles, a la par que uno de los más antiguos. Cuando abrió sus puertas, alrededor suyo no había materialmente nada, solo campo y praderas.
 
Cuando Hollywood comenzó a ser Hollywood, muchos de los actores y actrices famosos, liderados, cómo no, por Mary Pickford y Douglas Fairbanks, se alojaban en este hotel hasta encontrar acomodo definitivo.
Los famosos no solo se limitaban a alojarse en este hotel. Alguno que otro dio lugar a más de un escándalo. Famoso fue el affair entre Marilyn Monroe e Ives Montand durante el rodaje de El multimillonario (así se llamó el film en español), tomando literalmente al pie de la letra el título inglés de la película, Let’s Make Love, en uno de los bungalow del hotel. Las viperinas lenguas de Hollywood, dicen que también John F. Kennedy se alojó aquí… sin Jackie.
El hotel ha aparecido en multitud de films. Entre los más famosos podemos citar a Designing Woman, 1957, con Lauren Bacall y Gregory Peck, A Star Is Born, o California Suite.

Las casas de los famosos
En varios lugares de la ciudad se puede uno hacer con el mapa de las casas de los más famosos. No voy a citarlos todos, porque sería muy aburrido, y además no creo que ese haya sido el cometido que me propuse cuando decidí escribir este relato.
En mi caso, siempre obsesionado con la historia reciente, aquella que se puede documentar a través de fotografías o “papeles”, hubo algunas mansiones que sí me atraía conocer.
En primer lugar, quizás la más famosa de todas, Pickfair, la mansión que perteneció a Mary Pickford y Douglas Fairbanks, y donde, dicen los entendidos, comenzó “todo”. El ser invitado aquí, en los años 20/30 del pasado siglo, era tan importante o más que serlo a la Casa Blanca. En este lugar, los anfitriones recibían a reyes, reinas, duques, duquesas y personalidades de la alta sociedad, además de la flor y nata de Hollywood. Aquí murió Mary Pickford en 1979.
 
Desgraciadamente, la casa, ubicada en el 1143 de Summit Drive, tras pasar por varias manos, prácticamente ha desaparecido. Ya en mi época, la había comprado una actriz poco conocida, Pia Zadora, que casi la había derruido para hacer algo “nuevo”. No sé qué habrá sido de ella en la actualidad. Al menos, quedará el lugar, el espacio físico donde se levantaba.
Otra casa que me interesó desde que puse los pies en Los Ángeles, fue la que perteneció al gran Charles Chaplin, situada en el 1085 de Summit Drive. La mansión, era designada por las malas lenguas de Hollywood como Break-away House. Al parecer, Chaplin, que según se decía, era bastante tacaño, utilizó para construirla a los carpinteros de su estudio, habituados a decorados de cartón piedra, y lógicamente tuvieron varios percances.
En mi época, la casa, que apenas es visible desde la verja de la entrada, era propiedad de un actor bastante conocido en los años 70/80 del pasado siglo, George Hamilton.

La casa de Marilyn Monroe
 
Llegados a este punto, me gustaría hacer referencia a la casa en la que falleció Marilyn, la única en que vivió de la que fue propietaria. Con las indicaciones oportunas, me dediqué con ahínco a la búsqueda de la última residencia de la venus rubia. Me costó bastante encontrarla. No es precisamente una mansión de lujo. Se trata de un pequeño chalet de estilo español, ubicado en una buena zona, Brentwood, pero no de las más exclusivas, exactamente en el 12300 de 5th Helena Drive.
 
Fue muy difícil hacer las fotografías que inserto en este relato, de hecho, robadas, pues como se puede comprender, y supongo que aún sigue ocurriendo igual, los entonces propietarios de la vivienda cuando realicé las fotos, año 1987, estaban, como vulgarmente se dice, “hasta la coronilla (por utilizar un vocablo suave) de los buscadores de reliquias de Marilyn”.

La Paramount
Hablar de estos estudios de cine, situados en la trasera del Hollywood Memorial Park Cemetery, es hablar de su famosa puerta, tal vez uno de los símbolos más reconocibles del Hollywood dorado.
Los amantes del séptimo arte tenemos siempre en la mente una maravillosa película de 1950 dirigida por Billy Wilder y rodada en un sublime blanco y negro, Sunset Boulevard (en español El crepúsculo de los dioses) con Gloria Swanson, William Holden y el gran Erich Von Stroheim.
 
¿Quién no recuerda a la gran Swanson, Norma Desmond en el film, atravesando la puerta de la Paramount en su impresionante Isotta- Fraschini de los años 30 conducido por el “chofer” Erich Von Stroheim?
La primera vez que me situé frente a esta puerta para realizar una fotografía, me temblaban las manos.

Cementerios
 
De los cementerios de Los Ángeles, tal vez el más conocido sea el Hollywood Memorial Park Cemetery, que en la actualidad se denomina Hollywood Forever Cemetery, en el 6000 de Santa Mónica Boulevard http://en.wikipedia.org/wiki/Hollywood_Forever_Cemetery.
 
 
Fue fundado en 1899, y aquí, entre otros muchos famosos, reposan los huesos de estrellas como Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks, Marion Davis (la amante de William Randolph Hearst, el “Ciudadano Kane”, de nombre real Marion Cecilia Douras, el apellido que figura en su mausoleo), Tyrone Power (fallecido, por cierto, en Madrid, 1958, de un ataque al corazón), Cecil B. de Mille, Peter Lorre, John Huston, Peter Finch, Joe Dassin...
 
 
Me limito a citar tan solo unos pocos nombres de los más conocidos, pero podría añadir una lista mucho mayor y todos seguirían teniendo acomodo en la relación de “ricos y famosos”. De algunos de ellos, inserto fotografía del nicho (Valentino) o mausoleo.
 
En Westwood, en un curioso y recoleto cementerio rodeado de rascacielos, reposan las cenizas de la malograda Natalie Wood, muerta en extrañas circunstancias en la isla de Santa Catalina, al sur de Los Ángeles, en 1981.
 
La acompaña a pocos metros de distancia, Marilyn, que duerme aquí su último sueño. Como se puede apreciar por la fotografía que inserto, nunca le faltarán admiradores.

Griffith Observatory
 
La primera vez que accedí a este lugar, quedé subyugado. Era exactamente como si retrocediera en el tiempo y me encontrara en 1955 “dentro” de la película. Todo estaba exactamente igual. Me refiero a Rebelde sin causa. Por cualquier lugar donde mirara veía a Natalie Wood, James Dean, o Sal Mineo.
 
Desde el mismo punto donde estos dos últimos conversan con Los Ángeles a sus pies, hice la fotografía que inserto. Me habría gustado que fuera más nítida, pero lo impide la contaminación que hace de sombrero de la ciudad de las estrellas. En cualquier caso, creo que es lo suficientemente elocuente para hacerse una idea de la grandeza de una ciudad trazada a cuadrícula.

Hollywood
 
¿Qué lugares son los más famosos de Hollywood? Comencemos por decir, para los que nunca han pisado la ciudad de Los Ángeles, que Hollywood, al igual que Beverly Hills, Bel Air o Brentwood, por poner solo unos pocos ejemplos, forma parte de lo que se considera el gran Los Ángeles, cuyo epicentro se sitúa en el Down Town. Cada una de estos lugares tiene su propio ayuntamiento. De hecho, salvando todas las distancias, para que me entiendan los habitantes, por ejemplo, de Madrid, es como si habláramos de los diferentes barrios madrileños, como Salamanca, Chamberí, Chamartín o Vallecas…
 
Me sería imposible el citar cada uno de los sitios más conocidos por una u otra razón. Para eso están las guías al uso. Trataré de hablar de aquellos lugares que más me impactaron en mis 5 años californianos. De algunos de ellos dispongo de fotografías, que inserto en este relato. Otros, quedarán huérfanos de imagen, bien porque no fui lo suficientemente previsor, o porque las tomas que en su día hice no las considero adecuadas para figurar en esta historia. 

Hollywood Boulevard y Vine Street
Al hablar de Hollywood, tal vez lo más fácil sería comenzar por hablar de un punto emblemático, el famoso cruce de Hollywood Boulevard y Vine Street. Sin embargo, para los turistas que visiten hoy en día Los Ángeles, este cruce pasará prácticamente desapercibido. De hecho, no se sabe a ciencia cierta por qué, en los años 30 del pasado siglo se hizo famoso. Probablemente, la teoría más acertada es la que indica que alrededor de este cruce se arracimaban en los años en que la radio era esencial en la vida de los ciudadanos, un gran número de emisoras que se encontraban en este punto o muy próximo a él, de modo que era habitual el escuchar habitualmente eso de “…les hablamos desde Hollywood y Vine…”. Sitúese en este lugar, y aunque en la actualidad no le diga nada, repase las hemerotecas de los años 30/40 del pasado siglo y se encontrará con multitud de caras conocidas sonriendo desde este famoso cruce.

Teatro Chino
 
Situado en el 6925 de Hollywood Boulevard, data de 1927 y originalmente llevaba el nombre del magnate que lo construyó, Sid Grauman. Se inauguró el 27 de mayo de 1927 con la premier de Rey de Reyes, de Cecil B. DeMille. En 1972 pasó a denominarse Mann’s Chinese Theater.
 
Se ha hecho famoso por contar en su patio de entrada con las huellas de pies y manos de las celebridades del séptimo arte. Unas 170 en las fechas en que yo viví en Los Ángeles.
 
¿Cómo comenzó todo? Tampoco en este punto hay una certitud absoluta. La teoría más plausible es aquella que habla de que la estrella del cine mudo Norma Talmadge, visitando las obras del teatro, pisó accidentalmente una losa de cemento, aún húmeda. Sin embargo, otros “historiadores” dicen que fue el propio Sid Grauman el que se introdujo en el cemento de forma accidental, y de inmediato se le ocurrió la idea, de modo que al instante, llamó a las estrellas más famosas de la época, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Norma Talmadge, para que se acercaran a celebrar la construcción de su local más famoso, y dejaran su impronta mediante las huellas de manos y pies.
 
Citar nombres me llevaría el llenar varias páginas. Prácticamente están todos los famosos. Me limito a incluir en este relato unas fotos que creo que son las más adecuadas de las muchas que tomé. En ellas podemos distinguir el nombre de los pioneros, Pickford y Fairbanks, o más recientes, como Marilyn Monroe o Sofía Loren.

Estudios de Charles Chaplin
Situados en 1416 North La Brea Avenue, los estudios que en su día pertenecieron a Chaplin y donde se filmaron prácticamente todas sus películas americanas, durante mi estancia angelina pertenecían a A&M Records.
 
El complejo fue construido por el propio Chaplin en 1918 y ocupaba la manzana entera situada entre De Longpre Avenue y Sunset Boulevard. Durante cierto tiempo, el propio Chaplin vivió en una gran mansión estilo Tudor, con su propia pista de tenis, que se asomaba a Sunset Boulevard. En mis años angelinos, el espacio lo ocupaba la cadena de supermercados Safeway.
 
Afortunadamente, los estudios, pese a haber tenido varios propietarios desde que Chaplin los vendió en 1952, se han conservado relativamente intactos. Algunos de sus dueños fueron American International, Red Skelton y CBS. Aquí, entre 1952 y 1957 se filmaron muchos de los episodios de las populares series de televisión Superman y Perry Mason, con Raymond Burr. En 1966, los adquirió A&M Records encabezados por Herb Alpert y Jerry Moss.
 
La primera vez que pisé este lugar, amante del cine como soy y admirador sin fisuras del gran Charles Chaplin, tuve la impresión de hollar suelo sagrado. Es una sensación indescriptible, muy difícil de transmitir.

Pantages Theater
Situado en el 6233 de Hollywood Boulevard, el Pantages Theater es uno de los más espléndidos edificios Art Deco que me ha sido dado conocer. Se inauguró en 1930 con la proyección del film de la MGM The Floradora Girl, protagonizado por Marion Davies, acompañado de un cartoon de Walt Disney y de la Gran Orquesta del Teatro dirigida por Slim Martin.
 
La verdadera atracción del Pantages es el local en sí mismo. El 40% de su espacio interior estaba dedicado a lugares de público esparcimiento, como fuentes, butacones, columnas decoradas de maravillosos azulejos… En 1949 lo adquirió Howard Hughes que lo rebautizó como RKO Pantages. Durante esta época, entre 1949 y 1959, fue el lugar de celebración de la entrega de los Oscar. En los años 80 del pasado siglo se renovó totalmente volviendo a los orígenes de su construcción y convirtiéndose de nuevo en uno de los más espectaculares y fastuosos teatros del mundo. Como dicen los americanos, un must.
Tuve la suerte, en unión de mi esposa, de presenciar en este lugar la actuación desinteresada de Julio Iglesias, embajador en aquellas fechas de la UNICEF. Patrocinaba el acontecimiento IBERIA, y además de conocer personalmente a Julio (agradable y sencillo, al menos con nosotros), ocupamos butacas en las primeras filas. El teatro estaba abarrotado, en su inmensa mayoría por público anglo parlante. El evento, que fue un éxito absoluto, me dio la oportunidad de constatar in situ dos hechos: el primero de ellos, la maravilla del teatro, algo realmente indescriptible. La segunda constatación, la fama de Julio Iglesias entre el público norteamericano. Era el año 1990.

Venice, Malibú, Burbank
De Malibú ya he hablado anteriormente y no quiero repetirme. Era una gran playa, pero tengo que decir con orgullo que las de Fuerteventura, por poner solo un ejemplo entre las nuestras, son mejores.
 
En cuanto a Venice, es un poco como encontrarse en una película, una más, de las que solemos ver habitualmente. Baste como botón de muestra ese paseo de mi fotografía, donde hay que tener cuidado de que no te lleve por delante algún patinador despistado. El que vea la foto inmediatamente pensará que ya la ha visto antes, y no estará muy equivocado.
 
En lo que se refiere a Burbank, además de varios de los estudios cinematográficos más famosos, entre ellos los de Disney, alberga un pequeño tesoro para los amantes del séptimo arte. Me explico.
Los Ángeles tiene más de un aeropuerto. El internacional, el “de verdad” es el que se conoce como LA X. Yo, por mi trabajo, tenía que desplazarme a San Francisco, algo que me encantaba (te enamoras de San Francisco en cuanto la ves) cuatro o cinco veces al año, y solía ir unas dos veces al mes a Las Vegas, algo que, por el contrario, detestaba. De hecho, si podía, iba y regresaba en el mismo día sin quedarme a pernoctar en la ciudad de las luces de neón.
Pues bien, cuando iba a Las Vegas, en lugar de utilizar el LA X, volaba desde Burbank, fundamentalmente porque me quedaba mucho más cerca de mi casa, pero también, porque cada vez que me encontraba en este lugar, pensaba que pisaba terreno sagrado. Aquí, en el aeropuerto de Burbank se rodaron las escenas finales de un film mítico, Casablanca. Punto.

Disneyland
 
Pocas semanas transcurrieron desde nuestra llegada a Los Ángeles y la primera visita que efectuamos a Disneyland. Situado en Anaheim, al sureste de Los Ángeles, y a 55 millas de nuestra casa, el que probablemente es el parque de atracciones más famoso del mundo, abrió sus puertas en 1955. Cuando nosotros llegamos a California, cumplía su trigésimo aniversario.
 
Recuerdo muy bien que la entrada al parque costaba 18 dólares, una cantidad respetable para una familia compuesta por 4 miembros habituales y alguno más accidental, de modo que a partir de la segunda o tercera visita decidimos sacar los abonos anuales, 110 dólares por cabeza que te daba derecho a absolutamente todo, sin restricción alguna, incluyendo el parking, cuyo precio era de 3 dólares.
 
El abono anual nos permitía una relajación más que agradable. Solíamos ir a Disneyland cada dos o tres semanas, eso durante 5 años, de modo que íbamos distendidos, sin prisas, simplemente a pasar el día, sábado o domingo, y disfrutar subiéndonos en todas aquellas atracciones que podíamos, pero sin estresarnos. Sabíamos que volveríamos en 15 días.
 
 
Estaba dividido en siete grandes espacios, cuyos nombres indicaban los aspectos que los caracterizaban. Main Street USA era la entrada principal y conducía al resto de las secciones siguiendo el sentido de las agujas del reloj: Adventureland (el país de las aventuras), Frontierland (la tierra de la frontera), New Orleans Square (plaza de Nueva Orleans), Bear Country (el país de los osos), Fantasyland (el país de la fantasía) y Tomorrowland (el país del mañana).
 
 
 
Cada uno de nosotros teníamos nuestras atracciones favoritas, pero había unas cuantas que lo eran de todos, como por ejemplo Nuestro Pequeño Mundo, Space Mountain, La Casa Encantada, Alicia, Peter Pan o Piratas del Caribe, que unos años más tarde inspiraría el nacimiento de una saga de películas con este nombre.
 
Aquí, en Disneyland, aprendí a respetar las colas y a tomarme la vida con más tranquilidad. Había atracciones, como por ejemplo las ya citadas de Piratas del Caribe o Space Mountain, donde había que permanecer esperando, a veces, más de una hora para disfrutar luego unos pocos minutos. Desde entonces, y cada vez que vislumbro una cola caótica (por llamarla de alguna manera) en nuestro país (en mi propio ministerio, simplemente para entrar al comedor) me acuerdo siempre con auténtica envidia de las colas modélicas de Disneyland.
 
Marisa y Mariano, por su edad, disfrutaban al máximo en este mundo maravilloso creado por Walt Disney, pero también lo hacíamos los mayores. Yo, por ejemplo, reacio a subirme en cualquier atracción potencialmente peligrosa por una mala experiencia sufrida en mi infancia, prácticamente me subía en todas; aquí, solo se me resistían dos o tres, de modo que disfrutaba como un niño.
Recuerdo con auténtica veneración nuestras visitas a Disneyland.

Otros Parques de Atracciones
 
Cuando no íbamos a Disneyland o los Estudios Universal, lo hacíamos a otros parques de atracciones, cada uno de ellos con su propia personalidad, como Knott’s Berry Farm, situado también en Anaheim, y que así como Disneyland basaba su propaganda en la “fantasía”, Knott’s lo hacía en la “nostalgia”.
 
Más grande y más antiguo que la casa de Mickey y Donald, sus comienzos los podemos datar en la década de 1940.
 
 
Luego estaba el parque de la Warner, en Valencia, que se llamaba y se llama, según he podido comprobar Six Flag Magic Mountain. Este último tenía en nuestra época la montaña rusa más grande del mundo, el Colossus, 2.800 metros de longitud.
 
La verdad es que yo, aquí, casi nunca me subía en ninguna atracción; todas eran demasiado peligrosas para mí, lo cual no quiere decir que no me lo pasara bien. Lo hacía y mucho, simplemente disfrutando de ver a los demás disfrutar, así de simple.
 
Tampoco quiero olvidarme del más que famoso Queen Mary, definitivamente atracado para la posteridad en Long Beach desde 1967, convertido en hotel de lujo y que en nuestra época compartía protagonismo con el Spruce Goose, el mayor avión jamás construido en su época, con 8 motores Pratt&Whitney, que tan solo voló 1 minuto, en 1947, a los mandos del piloto que también fue su constructor, el multimillonario y excéntrico Howard Hughes. Ambas atracciones se encontraban en un precioso parque denominado Londontowne.
 
También llegamos a tener el carné anual para este Parque. La visita al Queen Mary, sobre todo la que se denominaba “Tour del Capitán” era realmente impresionante, pues no solo se paseaba por los lugares más emblemáticos del trasatlántico, sino que se visitaban también las entrañas del buque, algo inenarrable. Aún recuerdo la inmensidad del lugar que antaño ocuparon las grandes máquinas, hoy en día una gran oquedad, que se visitaba atravesando unas pasarelas desde las que se vislumbraba, 20 metros bajo nuestros pies, un vacío inmenso, solo eso, la nada… Acongojaba.
Entre los pasajeros famosos del Queen Mary, y sin querer ser exhaustivo, citaría a la reina madre Elizabeth en 1954, el primer ministro Sir Winston Churchill en 1953, Marlene Dietrich, Fred Astaire, Clark Gable, Douglas Fairbanks Jr., Norma Shearer, David Niven, Gloria Swanson, Johnny Weissmuller (el Tarzán más famoso), Victor Mature, Bob Hope, Loretta Young… y un largo etcétera.
 
En este apartado, también tendría que hablar de Marineland, en Rancho Palos Verdes, con un precioso espectáculo de orcas y delfines amaestrados, idéntico al que también pudimos presenciar en San Diego, ciudad de la que me quedo con el maravilloso Hotel Coronado, donde dicen que se conocieron el que fue Eduardo VIII de Inglaterra, el Duque de Windsor y Wallis Simpson.
 

Estudios Universal
 
Junto con Disneyland, probablemente la otra gran atracción de Los Ángeles. Los Estudios Universal quedaban relativamente cerca de casa, en el Ventura Boulevard, a unas 10 o 12 millas de Woodland Hills. El recorrido por los Estudios, en un tour guiado, nos conducía a través de poblados del Oeste, monstruos terroríficos, decorados de ciencia ficción y toda clase de trucos cinematográficos, tales como la división de las aguas del Mar Rojo o una gran avalancha de nieve. Además, había números con acróbatas y animales amaestrados.
 
Aquí, además de un fantástico show con El Equipo A y otro aún más espectacular con Miami Vice (Corrupción en Miami), podías presenciar, con un poco de suerte, el rodaje de alguna película. Una de las fotos que muestro corresponde al rodaje de Tiburón II, y al fondo de la misma podemos ver la casa de Psicosis, para mi gusto, lo más atrayente de los Estudios, sin olvidarnos del gran King Kong o del coche DeLorean de Regreso al futuro, estrenada durante nuestra estancia en Los Ángeles. 
 

LAS MISIONES
 
Hablando sobre California, no podemos dejar de escribir sobre las míticas misiones que constituyeron los padres franciscanos, encabezados por el mallorquín Junípero Serra, que fundó 9 de las misiones. El denominado “Camino Real”, así, en español, comienza en el sur, con la misión de San Diego de Alcalá, la primera que se creó en 1769 y finaliza en el norte con la última fundada, la de San Francisco Solano en 1823.
 
Entre medias, otras 19 misiones, algunas de ellas con nombres míticos, como la de Carmel
 
(preciosa ciudad con otra no menos bonita en las cercanías, Monterey), la de San Francisco de Asís, conocida como Misión Dolores (¡Ay, Kim Novak paseando entre tumbas en Vértigo!), la de San Juan de Capistrano, con esas maravillosas arcadas, bien plasmadas en el óleo que adquirimos en la subasta de beneficencia de Long Beach;

 
 

Santa Inés, en Solvang, San Fernando Rey de España, de la que ya hablé en el apartado de Los Ángeles, o Santa Bárbara,
 
donde no solo encontramos una maravillosa misión, sino una preciosa ciudad con una playa de ensueño… 
 

SEQUOIA NATIONAL PARK
 
Siempre recordaré la visita que efectuamos a este increíble parque nacional en la Semana Santa de 1988. Pernoctamos un largo fin de semana en dos cabañas maravillosas, todas de madera, como las del oeste.
 
 
Poco más debería de añadir. Sinceramente creo que al lado de las fotografías que incluyo, mis palabras muy poco aportarían. Se basta y sobra la vista para admirar el tamaño de esos increíbles árboles comparados con la pequeñez humana. La imponente Sequoia te hace sentir minúsculo a su lado, un ser insignificante.
 
Todo el parque en sí era una maravilla, así como la visión que se contemplaba desde las alturas de la lejana e imponente Sierra Nevada (sí, así, también en español). 
 

GRAN CAÑÓN DEL COLORADO
Ahora tengo que hablar de otra maravilla de la naturaleza. El Gran Cañón del Colorado.
 
Ya he mencionado con anterioridad, que yo solía ir a Las Vegas de trabajo un par de veces al mes, y también he mencionado lo muy poco que me agradaban estos viajes. Jamás me tentó el juego; con eso está dicho todo. Ahora bien, hablando durante casi cinco años de esta ciudad, mi mujer, con toda la razón del mundo, me decía siempre que no se iba a marchar de los Estados Unidos sin conocer Las Vegas. Desde allí, partían además los tours guiados al Gran Cañón del Colorado. Dicho y hecho.
 
En esta ocasión, aprovechamos la Semana Santa de 1990, la última que íbamos a pasar en California. Reservé 2 mini suites (si algo había barato en Las Vegas, eran los hoteles; ya ganaban el dinero con el juego) en el Caesar Palace, el hotel con más señorío, al menos en nuestra época, de la ciudad de las luces de neón, y nos pusimos en marcha los cinco miembros de la familia en el Buick Century.
Nuestros hijos, y creo que más aún Eloísa, quedaron deslumbrados por la ciudad en sí, los hoteles, las mesas de juego (por cierto, a Mariano y Marisa les llamaron la atención porque debido a su edad no podían pulular entre las mesas de jugadores y tuvieron que desplazarse a una zona reservada a los menores de 18 años), el ir y venir de multitud de personas, el ambiente de película que se respiraba por todos lados.
 
Ahora bien, lo más importante de esta expedición a Las Vegas, y en este punto creo que estuvimos todos de acuerdo, fue la increíble excursión que hicimos al Gran Cañón. Incluso estuvimos almorzando en una meseta donde aterrizamos con nuestra pequeña avioneta, con unos indios, aparentemente auténticos, una comida muy sabrosa que se suponía autóctona.
 
En la época en que efectuamos nuestro viaje, las pequeñas avionetas que partían de Las Vegas, se podían aún introducir en vuelo por el interior del cañón. Mis fotografías dan fe de ello. Impactaba el mirar a un lado y a otro y ver que desde la punta de las alas a la roca del cañón en los pasajes más estrechos, no había muchos metros de distancia. Un par de años más tarde, debido a dos o tres accidentes ocurridos (el peligro eran los vientos que soplaban de improviso y empujaban a los pequeños aeroplanos hacia las rocas), se prohibió tajantemente el que las avionetas circularan por el interior del Cañón. Tenían que sobrevolarlo. Indudablemente se ganaba en seguridad, pero se perdía en emoción y espectacularidad. 

SAN FRANCISCO
 
Por último ¡San Francisco! Se me va a hacer difícil hablar de esta ciudad, porque me va a ser imposible expresar en palabras lo que siempre que la he visitado he sentido al verla. Desde la primera vez que puse los pies en San Francisco, me enamoré de ella. Creo que hay que ser muy insensible para no enamorarse de una de las ciudades más bellas del mundo. Mientras escribo estas palabras, tengo en mente al que fue mi jefe hasta hace unos pocos años, y que estuvo destinado como Consejero Comercial en San Francisco, Luis Carderera, que como ya he dicho más de una vez, tiene la mala costumbre de leerme, y puedo afirmar que lo hace a fondo; sus comentarios posteriores dan fe de ello.
 
Espero que en esta ocasión, sea no solo benévolo, como lo suele ser habitualmente, sino magnánimo, para disculpar las pobres palabras que escriba de una ciudad, que, sé positivamente que Luis amó, y mucho. Vivía en un lugar sin parangón posible, en la bahía, Tiburón, próximo a Sausalito.
 
Cuando iba a San Francisco, solía quedarme en el Hotel Hilton sito en la esquina de Powell y Market Street. Estaba muy cerca, a pie, del Moscone Center, el centro de convenciones y exposiciones, lugar donde visitaba a las empresas españolas participantes en el show de turno.
 
Dos de los viajes que efectué a esta ciudad los hice como jefe en funciones de la oficina comercial de España en Los Ángeles. En una primera ocasión me tocó asistir a la inauguración de un centro de negocios que la Generalidad de Cataluña abría en San Francisco. Ya en 1988, el gobierno autonómico de Cataluña abría dependencias “paraoficiales” en el extranjero. La oficina de San Francisco fue de las primeras. Departí cara a cara con el entonces consejero de economía y hombre muy próximo a Jordi Pujol, Maciá Alavedra. Me encontré inmerso en un viaje y en una situación bastante rocambolesca de la que, afortunadamente para mí, salí bien librado. Prefiero no extenderme en más comentarios, pues aunque a mis años ya pocas cosas me preocupan en esta vida, creo que es más elegante pasar de puntillas por el acontecimiento.
 
El otro viaje que realicé como jefe accidental, en 1988, fue mucho más grato. Iba a la inauguración de unas dependencias espectaculares que abría en la ciudad una conocida firma española de joyería. Sobre todo, disfruté muchísimo con la cena a la que asistí ofrecida por nuestro cónsul general en San Francisco César González Palacio en su residencia.
Lo bonito de la situación es que yo había conocido a César 20 años atrás, durante el destino de mi padre en Ginebra. César era entonces 1er secretario de embajada o consejero, no recuerdo bien, y yo, joven estudiante. Coincidimos en alguna cena, y aquí, en San Francisco, recordamos los viejos tiempos ginebrinos.
 
La residencia del cónsul general de España en San Francisco es una auténtica preciosidad. Una gran casa estilo Tudor con fachada a dos calles en la residencial zona de La Marina. La dirección del consulado coincidía con una de las calles y la residencia oficial con la otra. César bajaba por una preciosa escalera interior para encontrarse directamente en su lugar de trabajo.
De esta mi visita al hogar de nuestro cónsul en San Francisco, recuerdo sobre todo dos hechos. César y su esposa me mostraron,  desde uno de los balcones de su domicilio, la impresionante quebrada que se había abierto en el suelo a consecuencia del gran terremoto de San Francisco, 7,1 puntos en la escala de Richter, que había tenido lugar unos meses antes. La gran casa que estaba situada justo al otro lado de la calle, en la esquina de enfrente, había quedado casi por completo derruida por el seísmo. La quebrada había pasado a un par de metros de la residencia del consulado.
 
Esa noche, los González Palacio ofrecían una cena donde nos íbamos a sentar 14 en una gran mesa exquisitamente puesta en un comedor de ensueño. Poco antes de la cena hubo una llamada de uno de los invitados, que se excusaba por no poder asistir a la recepción. Casi al unísono que esta llamada, una de las hijas del matrimonio, una chica jovencita, sobre los 18 años, se despedía de sus padres para salir esa noche con varios amigos. Recuerdo muy bien que César, muy por lo bajo (yo estaba junto a él y pude presenciarlo) le dijo a su hija lo que sucedía, y que no podíamos ser 13 a la mesa, pues siempre habría algún invitado supersticioso, de modo que le tocaba sentarse a ella con nosotros. “Luego, en cuanto acabe la cena, te puedes marchar”. La chica ni siquiera puso mala cara. Lo tomó como gajes del oficio. Me quedó grabado el buen “encaje” del hecho, lo que denotaba su exquisita educación. Cuando nos levantamos de la mesa, se despidió con muy buenas maneras y marchó con sus amigos. Toda una lección.
A San Francisco viajamos toda la familia, suegra incluida, en el verano de 1986. De esa época son la mayoría de fotografías que acompaño, excepción hecha de las que realizó mi hija Marisa en 2014.
 
¿Qué ver en San Francisco? Muy simple, San Francisco. Es una ciudad maravillosa que te permite prescindir del coche. A pie, y utilizando solo el famoso tranvía, cuyo nombre más apropiado es el que se utiliza en inglés, “cable car” pues en realidad no lleva trole, sino que funciona mediante un cable que va sujeto al suelo, se puede visitar una gran parte de la ciudad. Tan solo algunos lugares más alejados, como el famoso Golden Gate Bridge o Twin Peaks, por poner solo un par de ejemplos, requieren el concurso de un vehículo.
 
En San Francisco hay que saborear el centro, la famosa Union Square, plagada de tiendas con nombres famosos, frente al Hotel Saint Francis, que sobrevivió al terremoto de 1906.
 
Sus memorables calles en pendientes increíbles, como la de California, que el verla desde lo alto, produce hasta vértigo, o el célebre Hotel Fairmont, en una de las colinas de la ciudad, donde tuvo su origen la fundación de las Naciones Unidas, y
 
protagonista también de muchas películas, quizás, la más famosa, La roca, con Sean Connery.
 
 
Por supuesto Fishermans Wharf, y un paseo en el “cable car”,
 
y la famosa Lombard Street, también protagonista de más de una película (¿quién no recuerda a Steve McQueen en Bullit al volante de su Ford Mustang GT de 1968?),
 
 
 
y el Barrio Chino,
 
y las Casas Victorianas,
 
 
y Alcatraz…
 
 
 
 
y Market Street y Powell y una vez más el maravilloso puente sobre la bahía, el Golden Gate Bridge, y al otro lado del puente, Sausalito, y Tiburón… y tanto y tanto que hacen de esta ciudad un sueño de nunca acabar…
 
 

El final
Me dejo en el tintero muchos otros lugares, como La Joya, la cercana Tijuana, ya en Méjico, donde fuimos muchas veces, Calico,
 
ciudad fantasma con minas de plata, y tantos y tantos puntos que merecerían al menos el que mi pobre pluma los citase, pero tengo que acabar, así que voy con la despedida.

La despedida
 
En agosto de 1990, tras parlamentar con un catering que nos recomendaron, dimos en casa nuestra fiesta de despedida. Todos los asistentes eran conscientes de que marchábamos a Estambul, un lugar, a priori, a años luz del destino que abandonábamos.
 
 
A esta fiesta acudieron todos los amigos que hicimos durante nuestra estancia en Los Ángeles. Allí estaba toda la gente de la Oficina Comercial, del Consulado, de IBERIA, así como de la comunidad española e hispana afincada en Los Ángeles. Además del cónsul, Eduardo Garrigues, que me honró con su visita, estuvieron Jaime García Murillo, a quien podía considerar amigo antes que jefe, Patricio Fernández Maillard y su esposa Françoise, Alberto de León y su mujer Denis, y un largo etcétera que sería aburrido enumerar, pero que no por ello fueron menos importantes para mí.
 
De esta fiesta, entre los muchos recuerdos, todos gratos, que conservo, rememoro particularmente una frase pronunciada por una chica muy jovencita, adolescente, y que ya daba una idea de el espíritu práctico ante todo, de mi hija.
 
Alguien, no recuerdo quien, le preguntó a Marisa:
-      “¿No te da pena marcharte después de tanto tiempo, y dejar aquí a tantos amigos?”.
La contestación de Marisa, que presencié personalmente, fue:
-      “Bueno, sabía de antemano que iba a estar aquí un tiempo determinado, cinco años como máximo, de modo que ya lo tenía previsto”. Me quedé realmente sorprendido, no por la respuesta en sí, sino porque quien la daba, acababa de cumplir 15 años.
 
Este es pues el punto final de mi relato. Seguro que me dejo bastantes cosas en el tintero, algunas buenas y otras menos buenas. Algunas porque realmente se me han olvidado y otras porque las he querido olvidar. Espero que a mis hijos y a aquellos amigos que conozcan todas las historias que relato, les hayan resultado como mínimo amenas.
 
En cuanto a los potenciales lectores que han tenido la benevolencia de leerme y han llegado hasta aquí, tal vez les haya podido servir de orientación o pre guía de Los Ángeles, todas las cosas que cuento. Si así ha sido, me daré por más que satisfecho.
Juan José Alonso Panero
Las Rozas de Madrid, a 4 de enero de 2015