sábado, 23 de abril de 2011


LISBOA

Un viaje más, pero no uno cualquiera. Lisboa es especial. ¿Cómo he podido pasarme toda una vida sin conocer esta ciudad maravillosa?

Comencemos por el principio. Una vez más la iniciativa no parte de mí. Una vez más y van… es mi hermano Paulino quien me da la oportunidad de acompañarle a él y a mi cuñada Eva a visitar la capital de Portugal. Ellos vuelan desde Tenerife a Madrid y aquí enlazan con un vuelo a Lisboa. Dado que dispongo de todo el tiempo del mundo, estamos en enero y el viaje está previsto para la última decena de marzo, puedo reservar plaza en el mismo vuelo que Eva y Paulino. Sin embargo, y pese a que me va a salir bastante más caro, me apetece hacer otra cosa.

Siempre me atrajo el mundo de los trenes clásicos, y por unas razones u otras, jamás pude disfrutar de uno de esos viajes con los que todos soñamos. En mi caso, además, pude ver muy de cerca la historia del Oriente Express, no en balde pasé nueve años de mi vida en la antigua Constantinopla sumando mis dos destinos en Estambul. Allí me empapé de la historia de este histórico tren y palpé de primera mano uno de los nombres míticos asociados a este legendario ferrocarril, el hotel Pera Palas de Estambul y el mundo que lo circunda, historia viva de la antigua capital otomana.

Mucho más modesto que el Oriente Express o el Transiberiano, pero también mucho más a mano, tenía el Lusitania Express. Una vez hecha la reserva del hotel por parte de mi hermano, me fui a Viajes El Corte Inglés de Las Rozas y adquirí mis billetes del coche cama en preferente con salida de mi querida estación de Chamartín en la noche del sábado 19 de marzo y llegada a Lisboa, Santa Apolonia, en la mañana del domingo 20. El regreso, con salida el sábado 26 y fin de viaje en Madrid el domingo 27.

Mientras me proveía de mapas, historias y guías de la capital portuguesa, tuve la suerte de poder recurrir a dos personas que conocían muy bien Lisboa y que me instruyeron en todos los secretos de la ciudad. Otra cosa es que yo haya sido un mal alumno a la hora de asimilar las lecciones que ambos me dieron.

¿De quienes hablo? Pues de alguien que en tiempos fue mi jefe y hoy lleva ya pocos años jubilado, y de quien ocupa en la actualidad, Luis, el mismo puesto que en tiempos desempeñó Gonzalo, que a ellos es a quienes me refiero.

Gonzalo, que pasó varios años como Consejero Comercial de España en la capital lisboeta, tuvo la delicadeza de venir a visitarme cuando supo de mi inminente viaje y me informó por activa y por pasiva de lo que debía y lo que no debía de hacer, lugares a visitar, restaurantes, cafés y un largo etcétera. En cuanto a Luis, que también vivió, de adolescente, varios años en Lisboa, no solo me instruyó verbalmente sobre los puntos que él estimó más interesantes, sino que además me proveyó de varios folletos turísticos sobre diversos e interesantes sitios que no debería dejar de visitar. Aunque solo sea por la recomendación que me hizo de un fascinante museo que no figura en ninguna guía conocida, le estaré sumamente reconocido.

No me voy a extender, como he hecho en otros relatos, acerca de los preparativos del viaje. Baste con apuntar que llevo el “equipo fotográfico habitual”, exactamente el mismo que fotografió París. En cuanto a la maleta, porque aunque con cuatro ruedas, maleta es, introduzco en la misma lo necesario para una semana, previendo, acertadamente, que el tiempo podía ser bueno, incluso muy bueno, pero que también podía llover, por lo cual viajaba conmigo el impermeable de siempre, que aunque solo por un par de horas, se paseó por Lisboa.


Sábado, 19 de marzo

Me deposita mi hija Marisa en la estación de Cercanías de Las Rozas y desde aquí arribo a Chamartín en 20 minutos. El Lusitania Express está estacionado en la vía 12, pero no abre sus puertas hasta las diez de la noche, es decir, media hora antes de iniciar el viaje, y además me entero que no se puede cenar en el tren hasta que el mismo esté en marcha, de modo que sin pensarlo, me comí un bocadillo de jamón en la barra de la cafetería de Chamartín.

Ocupo mi camarote de preferente en el coche 24, y me aseo en el pequeño lavabo del que dispongo haciendo uso de los utensilios que nos ofrece graciosamente RENFE.

Tras escuchar, con dificultades, a través de mi teléfono móvil las vicisitudes del Atlético de Madrid -1- Real Madrid -2-, trato de dormir, algo que logro con cierta dificultad debido al golpeteo de puertas y voces altisonantes que emitían cada cierto tiempo un grupo de una decena de ciudadanos chinos que compartían conmigo el resto del coche cama 24. Fui tan obtuso que no se me ocurrió hacer uso de los dos tapones para los oídos que incluía el neceser de RENFE.


Domingo, 20 de marzo

Así y todo llegué descansado a Lisboa tras un magnífico desayuno servido en el coche restaurante y que consistió en huevos revueltos con salchichas, bollería variada, mermeladas, mantequilla, zumo de naranja y mi habitual té con leche.

Desembarco en Santa Apolonia a las 07:45, hora portuguesa, y tomo un taxi en la estación que me lleva hasta el hotel Sana Executive, Avenida Valbom, en pocos minutos. El recepcionista de guardia me confirma algo con lo que ya contaba: el establecimiento está al completo y no tendré libre mi habitación hasta las 12 del mediodía, de modo que tras unos someros arreglos en mis pertenencias, dejo mi maleta en consigna, me cuelgo al hombro la bolsa de las cámaras, solicito que me pidan un taxi y me encamino hacia Belém, que va ser el primer lugar que visite en Lisboa. Este punto ya lo tenía decidido desde hacía unos días. Mi hermano y cuñada me habían dicho que puesto que ellos habían visitado Lisboa hacía poco más de dos años, no entraba en sus planes el desplazarse a este lugar, ciertamente un tanto alejado del centro de la ciudad.

Mi primera experiencia lisboeta iba a ser un tanto sui géneris, pues tras un recorrido rápido y sin tráfico a esa hora mañanera, nos detiene un amable policía en un cruce y tras intercambiar unas pocas palabras con el taxista y cerciorarse de mi nacionalidad, me indica, en un correcto español, que siente mucho el que tenga que apartarme ligeramente del trayecto más recto, pero que se está celebrando una carrera (una maratón, según me enteré al día siguiente por la prensa) de modo que tenemos que tomar algunos desvíos.

El taxista se lo toma con filosofía y tras cambiar de ruta, llegamos en un cuarto de hora a Belem, en concreto al lugar que le indiqué donde debía depositarme, la Torre de Belém.

La Torre de Belém

Me extasío a esa hora mañanera de domingo, casi en solitario, con uno de los símbolos de Lisboa. Tras admirar en silencio, y durante muchos minutos, el monumento, el río Tajo, casi mar en este lugar histórico, y el entorno que me rodea, saco mis cámaras y comienzo a coleccionar mis propias postales de la capital lusitana.


La Torre se construyó entre 1514 y 1520 por Francisco de Arruda durante el reinado de Manuel I para defender la desembocadura del Tajo. Hoy en día, con la modificación del cauce del río, la Torre ha quedado casi anclada a tierra. Mezcla los estilos y los motivos manuelinos: cuerdas, blasones, cruces…

Continúo a pie mi paseo en dirección al Monasterio de los Jerónimos, con el Tajo como compañía. Me detengo tras recorrer unos centenares de metros en otro monumento sobresaliente, éste mucho más reciente:

El monumento de los Descubrimientos

Erigido con motivo del 5º centenario del fallecimiento de Enrique el Navegante, en 1960, fue una apuesta arriesgada, ya que se ubica a orillas del Tajo, en un enclave histórico entre la Torre de Belém y el Monasterio de los Jerónimos. El resultado final de esta carabela de hormigón en la que navegan el infante Enrique, 32 reyes, santos y capitanes, típica del régimen salazarista, no desmerece en absoluto el entorno que la rodea.

Sigo mi marcha y tras cruzar por un paso subterráneo al otro lado de la ancha vía, me veo delante de otro de los símbolos de Lisboa, y quizás el mayor exponente del llamado estilo manuelino:

El Monasterio de los Jerónimos

Al ser domingo disfruto de entrada gratuita al recinto tras hacer una pequeña cola, pues a esa hora de la mañana, debíamos de andar sobre las 10:00, el público visitante es ciertamente escaso, no así el que se agolpa frente al monumento manuelino, ya que justamente es en este lugar donde finaliza la maratón mencionada.

Ya dentro del monasterio contemplo con delectación el maravilloso claustro y otras dependencias.


El Monasterio que mandó erigir Manuel I en 1502, es sin lugar a dudas uno de los más bellos ejemplos de la arquitectura manuelina. Fabulosa estructura dentada de piedra con motivos florales y marinos con una profusión de detalles que puede producir hasta vértigo y que tiene su culmen en la puerta meridional.

              

¿Qué decir del claustro? ¿Habré visto en mi ya larga vida un claustro tan cautivador como éste? ¿Y la iglesia de Santa María de Belém? que ese es su nombre. Sencillamente fascinante. Portentosa es su espectacular bóveda de abanico que remata la nave principal. No debemos pasar por alto las tumbas de Vasco da Gama y Luis de Camoes.

Al salir del Monasterio, abrumado, voy buscando un adjetivo para poder calificar a todo el conjunto y no encuentro ninguno. Tendría que inventarlo.

Una curiosidad: los baños, al menos los de caballero, que utilicé, estaban realmente impolutos.

Cuando acaba mi visita al monasterio nos acercamos ya al mediodía. En la misma avenida, a unos cien metros se encuentra un lugar centenario y también famoso, no por sus virtudes culturales sino por las culinarias, desde nada menos que 1837: la Antiga Confeitaria de Belém, http://www.pasteisdebelem.pt/. Recuerdo aquí lo que me dijo mi amiga Celia acerca de los famosos pasteles de Belém. Ella fue la primera que me los mencionó, y por ende, en su honor los degusté. Sinceramente, deliciosos.

Retorné a mi hotel, nuevamente en taxi, que también de nuevo tuvo que modificar el camino, aún no normalizada la situación a causa de la maratón. Así y todo el importe del trayecto no llegó a los 10 euros, tan solo 9,25. Gonzalo dio en el clavo.


Accedo en el hotel a mi habitación, la 906, amplia y confortable, con un baño limpio y cómodo, que además está calificada como “habitación de fumadores”. No es que yo sea un fumador compulsivo, antes al contrario. Como bien saben las personas que me conocen, soy un fumador atípico que puede estar perfectamente un día sin fumar, y que a veces no consume más de cuatro o cinco cigarrillos diarios (invariablemente Camel sin filtro), pero siempre es agradable saber que nadie me va a afear mi conducta si me apetece consumir un cigarrillo en mi habitación a las diez de la noche tras una dura jornada turística. Dicho lo cual, creo que no fumé un solo Camel en la habitación. Disfrutaba mucho más haciéndolo en uno de los bancos situados en el precioso bulevar Valbom, frente al hotel y al cobijo de árboles centenarios. Un auténtico lujo.

Justo frente al Sana Executive veo un restaurante chino con muy buena pinta, Jambon, de modo que allí realizo mi primera comida en Lisboa a gusto y tranquilo, consistente en un rollito primavera, cerdo agridulce, arroz blanco, crepes y helado. De bebida una caneca (lo que en Sevilla denominarían un tanque) de cerveza.

Subo a mi habitación y disfruto de una siesta reparadora hasta que suena el teléfono. Mi hermano y mi cuñada ya han llegado, de modo que sobre las seis de la tarde iniciamos nuestra primera caminata por Lisboa. Al igual que hizo en París el primer día, Paulino decide repetir la experiencia en la capital lusa, y mediante el medidor de senderista que ha puesto en marcha, cuando regresamos en la noche al hotel, habíamos recorrido a pie 7 kilómetros. ¿Por dónde había discurrido nuestro paseo? Tras dejar nuestro hotel nos encaminamos hacia el sur casi en línea recta. Cuando quisimos darnos cuenta nos encontramos en la Praça del Marqués de Pombal, donde nace la principal arteria de Lisboa, la Avenida da Liberdade (la Castellana lisboeta). Recorriéndola, poco a poco fuimos recalando en conocidos puntos de la capital lusa, plazas, calles… que enumero.

Praça dos Restauradores

Podemos considerar esta plaza como el lugar de encuentro entre el antiguo casco de Lisboa, la Baixa, y la ciudad de las obras magnas que dirigió el Marqués de Pombal tras el terremoto de 1755. En el centro de la plaza se erige un obelisco levantado en 1886 que conmemora la liberación, en 1640, de los 60 años que Portugal vivió bajo dominación española.

Seguimos nuestro marcha hacia el sur, y justo a nuestro costado derecho, y antes de arribar a otra plaza emblemática, quizás la que más, nos encontramos con la

Estaçao do Rossio

o estación de Rossio, en español, un bello edificio neo manuelino, con unas hermosas puertas en forma de herradura. Poco más abajo, siguiendo camino hacia el sur, tropezamos con la plaza más conocida de Lisboa.

Praça de Dom Pedro IV o do Rossio

Antes que nada, aclaremos lo de los dos nombres. Su denominación original desde el medioevo fue Rossio y se la rebautizó como Dom Pedro IV en el siglo XIX. La fuerza de su nombre primitivo es tal, que transcurrido más de un siglo, los lisboetas no se resignan a olvidarlo. Antes del gran terremoto aquí se encontraban los edificios más imponentes de la ciudad. En el centro, junto a dos fuentes barrocas, un monumento erigido en 1870 en memoria del primer soberano del Brasil, Pedro IV. Al norte de la plaza se ubica el

Teatro de Dona Maria


El más importante de la capital, es un edificio ciertamente señorial, que fue construido en la década de 1840 sobre el emplazamiento del antiguo palacio de la Inquisición.

Dejamos atrás la Praça do Rossio y a través de la Rúa Augusta, preciosa arteria que bulle a todas horas, casi más en las nocturnas que en las diurnas, desembocamos, tras atravesar un impresionante Arco de Triunfo (siglo XIX) en la

Praça do Comercio/Terreiro do Paço

que también por dos nombres es conocida esta enorme extensión de terreno flanqueada por edificios clásicos y arcadas, noble, austera y elegante, todo en uno, y que simboliza la nueva Lisboa del Marqués de Pombal. En el centro de la inmensa plaza, desnuda, se erige la estatua ecuestre de Joao I, de 1775, mirando al Tajo, a sus pies, con el puente 25 de Abril y la silueta de Cristo Rei en lontananza.


Aquí, en la estación de Metro de Terreiro do Paço adquirimos nuestras tarjetas de Metro que nos acompañarán durante nuestra estancia Lisboeta.

Hicimos un intento fallido, estaba al completo, de cenar en la Casa do Alentejo, de modo que regresamos a “casa” no sin haber sufrido antes un episodio un tanto chusco. Cuando arribamos a la estación de Sao Sebastiao, la más próxima a nuestro hotel, pasamos nuestras tarjetas por donde se suponía que deberíamos de hacerlo para que las compuertas se abrieran. A ninguno de los tres nos funcionaba, y a esa tardía hora de la noche de un domingo, sobre las 21:00, éramos los únicos viajeros presentes junto a las puertas de salida. Angustiados y sin saber qué hacer, al menos yo ya estaba decidido a saltar (ya lo había hecho en Madrid, en la boca de Cuzco, pocos días antes pese a la reconvención de Celia que temía por mi integridad física) cuando vimos en una de las cabinas del fondo que había una persona, una empleada del Metro, que tras oírnos, se acercó y nos explicó amablemente que las tarjetas “había que pasarlas por el lugar indicado”, bien claro estaba, con un gráfico en el que se mostraba una tarjeta como las nuestras y “no donde estaban escritas las instrucciones” que es lo que absurdamente estábamos haciendo los tres. Un tanto corridos y con grandes risas finalizamos la jornada cenando, para mi una nueva visita, en Jambon, en esta ocasión pato a la naranja, gambas con piña, calamares, arroz blanco, vinho verde, y flan con nata y nueces tostadas.


Lunes, 21 de marzo


Tras un agradable desayuno bufé en el hotel, iniciamos nuestro primer día completo juntos, y decidimos que lo mejor sería hacerlo en uno de los emblemas turísticos de Lisboa, el tranvía 28, de modo que partiendo de la plaza Martín de Monís, comenzamos nuestro recorrido por las calles de Graça y Alfama. Nos quedamos a medias, en Graça. ¿Por qué? Simple de explicar: un vehículo mal estacionado impedía el paso completo del tranvía, de modo que ¡todos a tierra! No esperamos a que acudiera la grúa y despejara el paso al 28. Decidimos seguir a pié hasta el Castillo de San Jorge.

El castillo de San Jorge

Subimos y subimos por las estrechas vías hasta encontrarnos frente a la taquilla de entrada. Coste del billete: 7 euros. A Paulino y a Eva les perece excesivo; a mí también, pero no lo dudo. He llegado hasta aquí y no me voy a quedar fuera. Los convenzo y entramos. No nos íbamos a arrepentir.



Erigido en el siglo XII es difícil pensar que hoy en día perdure mucho de su estructura original, aunque su robustez y hermosura son incomparables. La zona donde se ubica marca, casi con seguridad, el origen de la ciudad donde se asentaron los comerciantes fenicios. Con posterioridad, el lugar fue fortificado por romanos, visigodos y árabes hasta que finalmente fue conquistado por Afonso Henriques en 1147.


Para los profanos, como nosotros, poco nos dice lo que vemos en su interior. Sin embargo, las vistas que disfrutamos desde las alturas en la que está enclavado el castillo son incomparables. Me extasío con la visión de Lisboa a mis pies, disparo mis cámaras e incluso me atrevo a subir por una añosa y estrecha escalera de piedra, sin protección alguna, que lleva a lo alto de la muralla, sin pensar en lo mal que lo iba a pasar para descender. Horrible. Lo que no puedo comprender es cómo en una parte de la UE podemos encontrar lugares ciertamente peligrosos para el visitante.

Salimos del castillo, descendemos la colina y nos dirigimos, siempre a pie, hacia la Casa de Alentejo, obsesión de mi hermano, con el buen fin de reponer fuerzas disfrutando de un agradable almuerzo. Nueva frustración: cierran los lunes, de modo que buscamos otra alternativa que no cito para no repetirme.

Dedicamos la tarde a una primera visita a dos de los barrios con mayor personalidad de Lisboa:

El Chiado y el Bairro Alto

En el Chiado recorremos la conocida rúa Garret con el café A Brasileira como uno de sus símbolos y la estatua en bronce del poeta Fernando Pessoa.

Entre la rúa Garret y la rúa Capelo se encuentra una calle estrecha y pequeña, la rúa Anchieta. El nombre del jesuita colonizador del Brasil, uno de los fundadores de Sao Paulo y Río de Janeiro, lo asocio de inmediato con mi infancia y primera juventud. No en vano, el Padre José de Anchieta era tinerfeño, oriundo de La Laguna, donde siempre tendré en mi mente un monumento erigido en su memoria que me hacía compañía un día sí y otro también en mis veraniegas excursiones ciclistas por la ciudad de los Adelantados.

Aquí, en la rúa Anchieta, está ubicado un establecimiento muy conocido, una preciosa tienda, A Vida Portuguesa, donde adquiero varios recuerdos. http://www.avidaportuguesa.com/


Hacemos una visita al Teatro San Carlos, antigua ópera, lugar que tenía interés en conocer desde que leí a Eça de Queirós en obras como Los Maia o El primo Basilio. A la tardía hora crepuscular en que lo vislumbramos, solitaria y silenciosa la plaza donde se encuentra, no me fue difícil transportarme a la Lisboa del siglo XIX.

Seguimos nuestro camino hacia el Bairro Alto. Nos detenemos en un lugar bien conocido, la rúa San Pedro de Alcántara y el mirador allí ubicado, que a la hora nocturna de nuestra visita nos regaló el cuadro de una Lisboa durmiente.

Continuamos pateando el Bairro Alto y para finalizar nos subimos en el elevador Da Bica que nos lleva desde la rúa do Loreto hasta la rúa de Sao Paulo, ya en la Baixa. Toda una experiencia este elevador Da Bica, donde, al menos yo, barrunto las sombras de los usuarios de un siglo atrás.

En la Baixa, Paulino, nuestro programador, piensa, y Eva y yo le apoyamos, que el mejor modo de regresar al hotel es hacerlo en autobús, que al contrario que el Metro y puesto que no tenemos prisa, nos permite disfrutar del paisaje urbano.

Esperamos el autobús 745 en la Praça do Comercio. En la espera, un matrimonio español, sobre la cincuentena, se acerca y trata de averiguar en los paneles indicadores de la marquesina, si es ese el autocar que buscan. Paulino, siempre con su afán de hacer de buen samaritano (herencia sin lugar a dudas de nuestro padre) se ofrece a orientarlos. La conclusión: les conviene nuestro mismo vehículo.

Llega por fin el 745, nos subimos, pasamos nuestras tarjetas por la máquina controladora y tras nosotros lo hace el matrimonio español. Me resulta extraño que el autobús está prácticamente vacío. Arrancamos y desde nuestros asientos atisbamos a ver la lucha del matrimonio español con la máquina y por extensión con el conductor. Sus tarjetas parece que no funcionan; o bien no han sido recargadas o algo va mal. La verdad es que no nos da tiempo de averiguar mucho más, ya que tras recorrer no más de 100 metros, el coche se detiene frente a la Casa dos Bicos, y el conductor nos dice que hemos llegado a nuestro punto final. Estaba claro que habíamos cogido el autobús en la dirección equivocada. Quedamos un tanto estupefactos, pero antes de seguir adelante con nuestro asombro, y viendo sobre nuestros cuellos las miradas airadas del matrimonio español, descendimos a toda prisa y nos perdimos de vista. El afán de buen samaritano de Paulino le había jugado una mala pasada, y ¡no era la primera! bien lo sabía él, pero genio y figura…

Una vez recuperados del fiasco fuimos a lo seguro. El Metro en la praça do Comercio, la estación de Terreiro do Paço que nos deja en nuestra parada de Sao Sebastiao.

Paulino y Eva deciden que van a hacer una cena frugal en su habitación del hotel a base de frutas, de modo que yo elijo para mi cena una pizzería situada junto al hotel, La Finestra, precioso local de diseño a la última moda, cuyos parroquianos sin duda pertenecían a la buena sociedad lisboeta. El lugar no era barato (tampoco excesivamente caro), pero mereció la pena, por el tranquilo ambiente y la excelente cena que disfruté, una pizza finestra y un fantástico helado de limón.


Martes, 22 de marzo

El día de hoy lo comenzamos en un lugar del que, yo en concreto, esperaba mucho después de lo que había oído y me habían contado. Pensaba sobre todo en las imágenes que mis cámaras podrían captar. Si lo logré o no, a otros toca evaluarlo. Me refiero al barrio de Alfama.

Antes de introducirnos en el estrecho laberinto de sus calles y una vez apeados del tranvía 28, nos detuvimos en primer lugar en la iglesia de San Vicente de Fora y tras un ligero descenso (aquí todo sube y baja) desembocamos en el Campo de Santa Clara donde hoy, martes, tenía lugar la Feira da Ladra, Feria de los Ladrones, un mercadillo pintoresco, enorme, que recuerda mucho al madrileño Rastro de los buenos tiempos.

Frente a los últimos puestos del mercadillo sobresalía imponente la enorme mole barroca de la iglesia de Santa Engracia, panteón nacional, y que es el mausoleo de muchos reyes de Portugal.

Alfama


¿Qué puedo decir de este barrio? Es difícil, muy difícil, narrar lo que vi y que me comprenda como me gustaría quien me esté leyendo. Recorría sin rumbo fijo (es imposible hacerlo de otra forma) las estrechas calles, callejones, en cuesta, ora descendiendo ora ascendiendo, con todos los colores inimaginables que me proporcionaban la inmensa cantidad de ropa tendida por doquier (en este punto recordé a Pasión Vega y sus Banderas de nadie), los desconchones de las paredes, las antenas de televisión que sobresalían por el sitio más inesperado, las cabezas de ancianos, esencialmente damas arrancadas de otro tiempo encuadradas en el marco de una ventana con la labor en las manos, un viandante por aquí, otro más allá, algún perro sin rumbo, pequeños establecimientos de ultramarinos extraídos de un documental de los años 50 del pasado siglo, todo ello envuelto en un silencio casi sacro, roto solo por alguna voz casi diría que discordante, y de tarde en tarde, por el sonido inconfundible del tranvía que transita por alguna vía un poco más ancha, solo un poco más ancha.

Mientras contemplaba todo eso, casi sin habla, apenas me podía concentrar en encuadrar mis cámaras y disparar tras haber elegido los parámetros adecuados en cuanto a velocidad y diafragma. Todo me parecía irreal. Otro mundo, un mundo de otra época en el siglo XXI. ¿Qué más puedo decir? Como en la canción, solo tres palabras: hay que verlo.


Regresamos a la llamada civilización poco a poco, pues todavía apenas sin salir de Alfama nos encontramos junto a la inmensa Catedral (Sé) lisboeta y pocos metros más allá, la iglesia de San Antonio.

Frente a la catedral, el único monumento de la ciudad que data de la fundación de la nación, construida sobre las ruinas de una antigua mezquita en 1147, que pasa por ser una de las atracciones menos valoradas de Lisboa (a otros toca determinar si con razón o sin ella), me ensimismo tratando de hacer unas fotos en el exterior y me olvido que tengo a mis pies uno de los pequeños mojones de piedra, de no más de 40 centímetros de altura, que están al borde de las aceras para impedir que los coches se suban a éstas. El olvido está a punto de costarme caro, pues no caí de morro con las dos cámaras a cuesta de auténtico milagro. Aún no sé cómo logre recuperar el equilibrio. El precio, la canilla derecha con algo de sangre y un buen golpe. Cuando escribo estas líneas, 17 de abril, aún me queda algo de la costra de la herida

Por fuera de San Antonio cogemos de nuevo el tranvía 28 que nos deja en pleno centro. La intención es hacer una nueva tentativa de almorzar en La Casa do Alentejo. Esta vez sí; como dice el refrán, a la tercera fue la vencida.

La Casa do Alentejo, en la Baixa

Esta casa, antiguo palacio y después casino, revela una mezcla de géneros: precioso patio árabe, salón Luis XVI (muy deteriorado), despacho medieval… Merece una visita. Por fin, cerca de las tres, podemos hacer uso de la estancia destinada a comedor, amplia, con ventanas que dan en parte al patio.

Así como la casa tiene un indudable encanto, la comida, la que yo hice ese día, no merece ser recordada. Ni buena ni mala, sencillamente normal, al menos los platos que yo elegí, un potaje de alubias de primero y de segundo lomo de cerdo con guarnición de arroz y puré de manzana. La casa, decadente, recuerda en su fisonomía a la de Guadalajara, en la madrileña plaza de Santa Ana. Es mucho más brillante, sin punto de comparación, el edificio de Lisboa, pero en cuanto a la comida, la balanza se inclina sin duda alguna del lado madrileño.

Salimos a la rúa Augusta, una de las más concurridas de esta zona de la Baixa, y aprovecho para comprar en un establecimiento los clásicos imanes para los frigoríficos. Los de Lisboa tienen un encanto especial: tranvías de muchos colores.

En un pequeño establecimiento de la rúa Augusta y por insistencia de Paulino acabamos tomándonos, él y yo, unas ginjinhas, el conocido licor de cerezas portugués. Estaban buenas.

Ya en la plaza de Dom Pedro IV, más conocida por plaza de Rossio, en la pastelería Gelo, compramos media docena de dulces de Belém que nos comemos sobre la marcha. Exquisitos. De nuevo me acuerdo de Celia y su recomendación.

Elevador de Santa Justa


Nos dirigimos al elevador de Santa Justa al que definiría, en palabras coloquiales, como una auténtica pasada. Utilizando un vocabulario algo más refinado, diremos que es una construcción metálica neogótica (1898-1901) muy influida por el padre de la torre Eiffel, ya que su autor fue un discípulo de Gustave Eiffel, R. Mesnier du Ponsard. Tras una mínima espera de nos más allá de cuatro o cinco minutos, nos encontramos dentro de un amplio ascensor de época (madera por todos lados) que en pocos segundos nos sube hasta la Praça do Carmo, en el Bairro Alto. Una escalera de caracol conduce hasta una terraza. Así como el uso, no solo de metro, autobuses y tranvías, sino también de los elevadores o ascensores, está incluido de forma ilimitada en nuestras tarjetas de transporte que emite Carris, el ascenso a la terraza hay que abonarlo aparte. Eva y Paulino, que ya estuvieron aquí hace dos años, prefieren esperarme en la terraza del ascensor.


Abono mi tique, 1,50 € y subo. La vista es fantástica y merece la pena, aunque me da algo de vértigo, pues percibo perfectamente la vibración de la estructura metálica de la torre. Saco fotos con las dos cámaras y con la digital.

La anécdota negativa: cuando disfruto de la visión de Lisboa desde las alturas, sube un grupo de españoles, alrededor de una docena larga, diría yo, andaluces en su mayoría (lo digo puesto que como ya he comentado en otras partes de este blog, siempre me he considerado un “sevillano consorte”. Mi mujer era sevillana y sevillanos son mis hijos), que, lamentablemente dan la nota, con sus gritos y exclamaciones, ellos y ellas. Por supuesto, no abro la boca, pero siento vergüenza ajena.

Salimos a la praça do Carmo y de nuevo pateamos El Chiado y subimos hacia el Bairro Alto. Aquí visitamos la

Iglesia de San Roque

Este grandioso templo tiene una particularidad: fue construido en Roma en 1556 bajo la dirección de Filippo Terzi, transportado a Lisboa y reerigido en 1747. La fachada original se vino abajo durante el gran terremoto, pero no así su interior, de gran riqueza, con pinturas italianizantes, retablos de madera dorados y esculpidos, azulejos, etc. Maravillosas capillas con una pesada carga de oro, mármol y otros materiales preciosos. Apenas estoy dentro unos minutos, pues la están restaurando, y el fuerte olor a líquido limpiador, me irrita los ojos.

Cogemos otro ascensor, esta vez en San Pedro de Alcántara, el Da Gloria, que baja hasta la plaza de los Restauradores donde nos introducimos en la boca del Metro sita en este lugar, la línea azul, que nos lleva directa a nuestra parada, Sao Sebastiao. Son las seis de la tarde.

Hoy regresamos antes pues esperamos la llegada de nuestros primos, Maite y Paulino. Paulino, destinado en Badajoz desde hace muchos años, cuando supo por su tocayo de nuestra visita a Lisboa, quedó en que se acercarían a pasar un día con nosotros, y así fue. Preferían pernoctar la víspera en Lisboa, de modo que tras tomar posesión de su habitación, una vez superada la difícil maniobra de introducir el precioso Lexus 3000 GS en el estrecho garaje del hotel, nos abrazamos y salimos a dar un hermoso paseo aprovechando el maravilloso tiempo climatológico con que nos estaba obsequiando Lisboa. Llegamos hasta la bonita y coqueta plaza de toros de Campo Pequeno.

A falta de mejores ideas, y consecuencia de tenerlo frente por frente del hotel, acabamos cenando, de nuevo, en el restaurante chino.


Miércoles, 23 de marzo

Nos ponemos en marcha a las 10 de la mañana en dirección a la carretera de la costa, con previsión de pasar por Queluz, Sintra, Cascais y Estoril.

Los 220 caballos del Lexus se ven abruptamente frenados en un atasco de la autopista nada más salir de Lisboa, debido a un importante accidente (tres vehículos destrozados). Tardamos casi una hora en llegar a nuestro primer destino.

Queluz, Sintra, Cascais y Estoril


Nos detenemos en Queluz, donde visitamos el Palacio Real que hizo construir en 1747 el infante Pedro, que más tarde reinaría con el nombre de Pedro III. A partir de 1755 tomó gran importancia como consecuencia de la devastación de la ciudad de Lisboa tras el Gran Terremoto del 1º de Noviembre. El palacio, al menos eso me parece a mí, tiene un encanto especial. Ese día lo visitan grupos de escolares de pocos años, entre seis y 10, estimo; un soplo de aire infantil entre muros centenarios.

Seguimos nuestro camino hacia Sintra, donde desafortunadamente encontramos el castillo cerrado, de modo que tras unos paseos por el pequeño enclave decidimos comer allí mismo en un modesto restaurante el plato del día. En mi caso, pruebo unas sabrosas croquetas de bacalao. Compro aquí, en Sintra, las mochilas que llevaré de regalo a mis nietos Eloísa, Iñaki y Macarena.

Continuamos hacia Cascais y Estoril por la costa, admirando el entorno natural, maravilloso, por cierto. Le pedimos a nuestro primo Paulino que nos deje en la Torre de Belem para que ellos no tengan que entrar en Lisboa, puedan cruzar el puente en dirección a Badajoz, y así poder llegar a casa aún con la luz del día.

Mi hermano Paulino, y Eva, que no tenían intención de recalar por estos parajes en esta nueva visita a Lisboa, se vieron recompensados en cierta medida con esta fugaz visión de la Torre y del exterior del Monasterio dos Jerónimos. Aquí tomamos el tranvía 15 hasta la praça do Comercio donde nos introducimos en la boca del Metro de Terreiro do Paço hasta Sao Sebastiao, nuestra ya familiar estación de la línea azul.

Ya en nuestro barrio, Eva y Paulino hablan de hacer unas compras en el supermercado LIDL que está a cien metros del hotel. Yo aprovecho la circunstancia, reventado como estoy no solo por el día de hoy, sino por la acumulación de jornadas que me va pasando factura, para adquirir también algunas viandas (queso portugués, chocolate negro, agua y pan) con la idea de cenar frugalmente en la habitación del hotel.

Mientras ceno, enciendo el televisor, creo que uno de los pocos días que lo hice, y me entero de que acaba de dimitir el primer ministro portugués, Sócrates. ¡Vaya! pienso, un acontecimiento histórico.


Jueves, 24 de marzo

Sabíamos desde ayer que hoy había huelga en el Metro lisboeta desde las 06:00 hasta las 11:00, de modo que tenemos que esperar hasta esa hora para poder recargar nuestras tarjetas y ponernos en marcha. Decidimos que la mejor forma de hacer la espera es dirigirnos al Corte Inglés, ubicado a 100 metros de nuestro hotel y en una de cuyas entradas se tiene acceso a la boca del Metro de Sao Sebastiao.

La visita a los grandes almacenes nos iba a resultar amena y divertida, al menos para quien escribe estas líneas. Nos introducimos en el edificio por una de sus puertas sobre las 10:15 y damos una pequeña vuelta en el interior para hacer tiempo. En un momento dado pasamos por uno de los aros de control cuando de improviso resuena un gran pitido en el instante en que lo traspasa Paulino. Yo no entendía lo que pasaba, pero mi hermano, sí. Sabía perfectamente el por qué de lo sucedido; claro que en ese momento no era cuestión de pararse a explicármelo.

Yo, aún sin acabar de comprender qué ocurría, vi que Paulino y Eva “salían por patas” como vulgarmente se dice, a la vez que yo me unía a ellos en la maniobra mientras veíamos que uno de los miembros de seguridad manipulaba un intercomunicador para contactar con algún otro compañero. La escena fue realmente grotesca, y cuando ya estuvimos fuera de su alcance y oí a Paulino que le decía a mi cuñada, “me cago en la mar serena, vaya regalito envenenado que me hizo tu hermana con estos pantalones…” me entró un ataque de risa que a poco me ahogo. Ya con calma, me explicó que al parecer, cuando su cuñada le regaló los pantalones, procedentes de Natura, en Santa Cruz de Tenerife, no debieron de desactivar adecuadamente el sistema antirrobo, porque no era esta la primera vez que pasaba por la vergüenza de escuchar el pitido delator al traspasar un arco de seguridad.

Repuestos de la risa, yo aún pensando qué habría sucedido si nos hubieran “dado caza”, pudimos por fin entrar a las 11:00 en la estación de Metro, recargar nuestras tarjetas e iniciar la jornada. Nos dirigimos a la estación de Roma, de la línea verde, tras hacer un pequeño trasbordo mucho más corto de lo que pensábamos, ya que había una nueva estación recién inaugurada que no constaba aún en nuestros mapas y que nos evitaba el dar un gran rodeo.

Café Tintín

Nuestro destino es el Café Tintín, sito en la calle del mismo nombre de la estación de metro, Roma. Mi hermano y yo, ambos tintinófilos, no queríamos irnos de Lisboa sin visitar este establecimiento que había descubierto Paulino navegando en internet, y que no solo era café sino también librería especializada en el famoso reportero creado por Hergé. Es triste pensar que en casi todas las grandes capitales europeas está presente Tintín, en una modalidad u otra, a excepción de Madrid. La ventaja de no pensar en el peso de mi maleta al viajar en tren me permite adquirir un par de libros, uno de ellos en francés, una separata de Le Monde, Tintin, le retour, hors-série decembre 2009 - janvier 2010. El otro, curiosamente es una publicación española, que yo al menos, nunca vi en Madrid: Diario de viaje de un reportero del “Petit Vingtième” Enero 1929 – Agosto 1939. Es una primera edición de 2009 de la Editorial Juventud.

De nuevo en el Bairro Alto

Paseamos por los alrededores del café hasta la parada de metro de Anjos y desde ahí vamos hasta Baixa-Chiado y hacemos trasbordo hasta la Praça dos Restauradores. Aquí tomamos el funicular Da Gloria y de nuevo nos encontramos en el Bairro Alto, en el mirador de San Pedro de Alcántara, donde una vez más admiramos Lisboa a nuestros pies. De pronto, y en uno de los bancos del parque, percibo a un indigente durmiendo cuan largo es. Inmediatamente veo la foto. Tengo montado el zoom 35-70 en la Contax. El encuadre es perfecto con la distancia de 70mm, y con esta focal disparo, pero pienso que el resultado bueno, el que veía en mi imaginación, es en blanco y negro, de modo que preparo la Leica, y mientras manipulo, el mendigo se da la vuelta y me quedo sin foto. No hay cara, luego no hay foto. Una vez revelados los carretes, la toma en color quedó perfecta, pero la imagen es realmente dura, casi diría que dramática, así que yo mismo, y también siguiendo consejos de quienes ya la han visto, me censuro y decido que no la publicaré. No aporta nada a mi relato y puede resultar hasta desagradable. Quizás en blanco y negro habría resultado menos dolorosa, menos cruel, más publicable.


Recorremos a pie la bonita y amplia calle de Pedro V, la Praça do Príncipe Real y la rúa da Escola Politécnica. En esta última calle, obtengo una buena foto, esta sí publicable, que puede ver quien haya llegado leyendo hasta aquí. Mientras paseamos por la acera y al pasar por delante de un restaurante veo a un hombre que come tranquilamente en una mesa individual, pegado materialmente al cristal. El cristal es el único elemento que lo separa de la acera. Si no fuera por el vidrio, este señor estaría materialmente en plena calle. No lo dudo.


Preparo la Leica, y en un segundo me sitúo justo frente al comensal que tengo a un metro escaso de distancia, expuesto como si estuviera tras una ventana, encuadro y disparo. Soy consciente de que el cristal va a reflejar los coches que circulan por la calle, pero no hay forma de evitarlo, salvo que hubiera tenido montado el filtro polarizador, y aún así, tratándose de una cámara telemétrica y no reflex, el resultado habría sido muy incierto. En cualquier caso, no tenía tiempo para otra cosa. Creo que el resultado final es muy aceptable, sobre todo porque fui capaz de disparar en el momento en que el protagonista de la instantánea se lleva la cuchara a la boca.

Continuamos nuestro paseo por esta calle, y como aprieta el hambre, son las 14:30, buscamos un lugar que nos parezca adecuado para reponer fuerzas. En el mismo flanco de la acera, concretamente en el número 103 de la calle, vemos una confitería con muy buena pinta que dispone de un pequeño comedor. Hablo de la Confeitaria e Pastelaria Cister, Lda. Fundada en 1838.

Aquí puedo, por fin, probar un buen bacalao al horno con guarnición de patatas, brócoles, espinacas y zanahoria. Lo encontré francamente bueno y disfruté mientras lo comía, aunque Paulino me decía, a posteriori, que no le pareció una ración adecuada; demasiado escasa. Yo, sinceramente, la encontré perfecta. Claro que no podía hacer comparaciones.

Cuando salimos del comedor nos sentamos en unos bancos de una recoleta plaza situada cerca de la facultad de ciencias y del Jardín Botánico, y fuimos testigos de una pequeña manifestación de estudiantes que pedían, al menos eso decían las pancartas que portaban, una “escuela gratuita”.

En este lugar cogemos un autobús que, tras pasar por delante del parlamento del vecino país, nos llevará hasta uno de los puntos que más huella me ha dejado de mi visita a Lisboa. Por ello quiero reiterar aquí de nuevo mi agradecimiento a Luis por habernos recomendado, e insistido, en que no dejáramos de visitar esta maravilla que es la

Casa Museo de la Fundaçao Medeiros e Almeida

Es este un museo que lamentablemente no figura en ninguna guía turística, al menos que yo conozca, y con sinceridad, es un pequeño tesoro, como muy bien dice en su portada el bonito libro que aquí adquirí, Um Tesouro na Cidade. El museo está situado en la rúa Rosa Araújo, una tranquila calle que nace junto a la Avenida da Liberdade y cercana a la plaza del Marqués de Pombal.

Me resulta muy difícil describir las maravillas que aquí contemplamos en un ambiente de absoluta quietud y tranquilidad. Mobiliario, pinturas, porcelanas, vajillas, plata, una sensacional colección de relojes… Con sinceridad, quedamos los tres deslumbrados. Recomiendo vivamente a todo visitante a Lisboa que no se olvide de este museo. Pienso que la mejor forma de hacerse una idea de lo que el visitante puede ver es la página web de la Fundación:


Al finalizar nuestro recorrido de hora y media por la casa museo, no pude resistirme a adquirir una preciosa cajita con motivos chinos en porcelana que conservaré como un precioso recuerdo de mi paso por este lugar.

Cuando salimos a la calle decidimos dar un paseo hasta el emplazamiento de otro de los funiculares lisboetas, el único que nos falta por utilizar, y que hace dos años, en la anterior visita de Eva y Paulino, estaba fuera de servicio. Lamentablemente su situación sigue siendo la misma, de modo que sobre las seis de la tarde, como Paulino y Eva querían seguir deambulando por la zona, yo, bastante baqueteado, decido coger el metro en Restauradores hasta el hotel.


Viernes, 25 de marzo

Dedicamos la mañana de este viernes a dos visitas, yo diría que fundamentales: el Museo del Azulejo y la iglesia de la Madre de Deus.

Museo del Azulejo

Tras un corto trayecto en autobús, llegamos al museo poco antes de las 11 de la mañana. Nos encontramos con la agradable sorpresa de que a esa hora estaba programado un tour guiado incluido en el precio de la entrada. Al ver que éramos españoles nos advirtieron que el idioma de la visita iba a ser solo el portugués. Dijimos que no nos importaba, que mal que bien nos entenderíamos, y así fue. Además, llegada la hora, tuvimos la inmensa fortuna de ser los únicos turistas apuntados a la visita, que realizamos junto a Inés, una encantadora portuguesa, eficiente y perfecta como guía, que fue paciente con nosotros y procuró hablarnos vocalizando con mayor cuidado, y, estoy seguro, con una cadencia más lenta de lo habitual.

Aquí admiramos quinientos años de arte del azulejo en dos plantas del convento Madre de Deus. Modelos hispano moriscos de los siglos XV-XVI, azulejos de Amberes del siglo XVI, barrocos… hasta llegar a la época contemporánea con firmas de conocidos artistas. A destacar sin lugar a dudas el inmenso tablero de 23 metros de largo de la Lisboa anterior al terremoto de 1755.

Recorrimos el museo durante una hora y media y dudo que nos quedara algo por ver. Lo encontré no solo interesante, sino bien estructurado y para alguien profano en la materia, como yo, muy didáctico.

Cuando finalizamos el recorrido al museo, no resistí a la tentación de adquirir varios objetos para regalar, como posavasos o imanes.

Iglesia Madre de Deus

Forma parte del convento de los franciscanos descalzos, del siglo XVI, el cual se vio muy afectado por el gran terremoto de 1755 y fue reconstruido en el siglo XVIII. La iglesia de la Madre de Deus, que es, en mi opinión, una auténtica maravilla que me emocionó (esa es la palabra adecuada, al menos en mi caso), es un perfecto ejemplo del arte religioso de finales del citado siglo XVIII. La cubre un magnífico techo artesonado con escenas de la virgen, y en la nave, maderas esculpidas y doradas, así como azulejos holandeses azules y blancos del siglo XVII. El claustro del convento, con azulejos de clara inspiración morisca, el portal exterior, con motivos manuelinos, y la cripta, con azulejos sevillanos del siglo XVI, son los únicos elementos del edificio primitivo.

Me quedo con la pena de no haber podido hacer las fotos que hubiera deseado para que adornasen mis pobres palabras. No tuve la precaución de incluir un trípode en la maleta. Ya tengo una excusa para regresar algún día a Lisboa y volver a disfrutar de este admirable templo. Una joya.

Fuera ya del enorme complejo que incluye museo e iglesia, y siendo la hora de almorzar, descubrimos en las cercanías una modesta casa de comidas, O’Caçador de Xabregas, y en ella nos aposentamos. Me sirven una dorada muy fresca y bien cocinada, que acompaño con una caneca de cerveza y a los postres decido que no me voy de Lisboa sin probar el café. Todo el mundo habla excelencias del café que se toma en Portugal y mis hermanos no son menos, de modo que no lo dudo y acabo probando una bica. Me supo a gloria bendita.

Una vez más Alfama y la Baixa


Tomamos un autobús en los aledaños de la casa de comidas y nos dirigimos hacia el centro, a la zona de la Baixa. Allí cambiamos las ruedas de goma por las de hierro del tranvía 12, un tranvía donde iba a lograr una foto de la que me siento particularmente orgulloso.

Eran poco más de las cuatro de la tarde y a esa hora el 12 llevaba pocos viajeros, hasta el punto de que podemos sentarnos con tranquilidad. Eva lo hace en un asiento doble en el sentido de la marcha y Paulino y yo lo hacemos en uno de los bancos laterales. Justo frente a mí, a metro y medio de distancia, en el banco del lado opuesto, está sentado un viajero de una edad aproximada a la mía. El señor va pulcramente acicalado, con una gorra inglesa, corbata, gabardina y un paraguas en el que apoya dos manos bien cuidadas. Va profundamente dormido. La foto es obvia. Solo hace falta que me atreva. Junto al viajero va una señora, bastante más joven que él, en la que apenas detengo mi atención. Solo pienso en la fotografía que puedo obtener.

Se lo comento a Paulino, que me anima no solo de palabra, sino que él, con su cámara digital dispara, sin flash, la primera foto. Yo, por si se me escapa la imagen que tengo in mente hago lo mismo con mi pequeña Contax digital, pero “quiero la foto de verdad”. Preparo la Leica, giro la rueda de velocidades y coloco 1/50, luego abro el diafragma a 2,8 y no lo pienso más, encuadro, enfoco y disparo. Cargo de nuevo la cámara, abro el diafragma al máximo, a 2, y vuelvo a disparar. Ésta última será la buena.

“Consumada la faena con oreja y vuelta al ruedo”, al menos eso creo, y puesto que el tranvía lleva pocos viajeros, algo ideal para permitirme hacer unas buenas tomas del interior, disparo varias veces la Contax con el gran angular de 21mm. Dejo como muestra en este blog una de las fotos que realicé.

Terminada mi sesión fotográfica le comento a mi hermano, “oye, este señor sigue dormido como un tronco. Si llega a su parada de esta guisa, se va a pasar”. Acababa de pronunciar la última palabra, cuando la señora que se encontraba sentada a su lado, le da un pequeño codazo y lo vuelve a la mundana realidad. No podía creer lo que había sucedido. La señora era bastante más joven que mi fotografiado viajero, al menos unos 10 ó 15 años, de modo que no la tomé por su esposa y tampoco podía ser biológicamente su hija. En ningún momento pasó por mi mente que viajaran juntos. Claro que si lo hubiera pensado, posiblemente no habría disparado. Cuando los vi levantarse, quedé un tanto abochornado. La señora había sido testigo de todos mis manejos y en ningún momento abrió la boca. Lo dicho, para obtener una buena foto hay que disponer de la cámara adecuada, la película ideal, una buena técnica, experiencia, pero sobre todo ¡suerte!

Descendemos del tranvía 12 en Alfama y recorremos con cierta tranquilidad los alrededores de la catedral y la iglesia de San Antonio. Cuando salimos de este último templo son las cinco y media de la tarde. Disfrutando de un tranquilo paseo, de pronto nos encontramos en la esquina de las rúas da Madalena y da Conceiçao. Por esta última calle veo que suben dos tranvías, el primero de ellos un número 28. De inmediato “vi la foto”, y no me equivoqué. Mi hermano y mi cuñada seguían adelante. Yo permanecí en el lugar elegido y les hice señas para que me esperaran.

Mi retrato de Lisboa


En el punto escogido aguardé hasta que consideré que tenía la imagen que buscaba. Realicé dos tomas con la Leica, una de ellas vertical y la otra horizontal. Ésta última, que abre mi relato de la capital portuguesa, es, sin lugar a dudas mi favorita entre las 300 que realicé con las dos cámaras analógicas. Pienso, sin falsa modestia, que es una muy buena foto. Ahí, en esa imagen, está el alma de Lisboa, la Lisboa del fado, la decadente, la amable, y también la Lisboa del futuro, del ciudadano que trabaja, de la ciudad que bulle, todo en esta fotografía es a la vez movimiento y sosiego, flujo y calma, ajetreo y silencio. Mi retrato de Lisboa.

Continuamos nuestro andar hacia la rúa Augusta, para desviarnos luego hacia la Praça do Comercio donde bajo sus arcadas efectúo unas cuantas fotografías. Muy cerca se encuentra la iglesia da Conceiçao Velha, con una preciosa fachada.

Tras una jornada muy aprovechada decidimos darnos un merecido descanso, tomamos el autobús 745 y nos dirigimos a nuestro hotel. Un día más y un día menos.


Sábado, 26 de marzo

Amanece nuestro último día en Lisboa. Para mis hermanos solo la mañana; para mí, completo, puesto que mi tren tiene prevista su salida de la estación de Santa Apolonia a las diez y media de la noche.

Mientras mi hermano y cuñada hacen sus preparativos de marcha, maletas y demás gestiones en el hotel, yo aprovecho para hacer otra de las visitas que tenía programado que iba a realizar en solitario, quizás el museo más conocido de Lisboa, y que Paulino y Eva ya habían visto en su anterior viaje.

Museo Gulbenkian

Mi opinión sincera: un gran museo, bien estructurado, amplio, con el tamaño adecuado. No agobia y es muy fácil de “visitar”. A mí particularmente, por mi pasado “turco” (nueve años de mi vida transcurrieron, como ya he dejado escrito en muchos lugares, en Estambul), me interesa y me deslumbra, casi me apabulla, la Galería Oriental Islámica, con auténticos tesoros en cerámica, libros, alfombras, azulejos, todo ello proveniente de Persia, Siria, Armenia, India, Turquía… Reparo inmediatamente en los maravillosos azulejos de Iznik, la antigua Nicea. Los azulejos aquí expuestos en nada tienen que envidiar a los que podemos ver en Estambul (lugar de nacimiento, no lo olvidemos de Calouste Gulbenkian) en las mezquitas de Sultan Ahmet y Rustem Pasha o en el palacio de Top Kapi.

Cuando finalizo la visita adquiero en la bonita tienda del museo unos pequeños detalles, unos recuerdos para Soco y Celia.

Residencia de la Embajada de España


Al salir del recinto del Gulbenkian, que ocupa toda una manzana, me encuentro frente por frente con una excepcional, preciosa residencia en la que veo ondear la bandera de España. ¡Qué sorpresa más agradable! Está claro que se trata de nuestra Embajada. Me acerco a una de las puertas donde hace guardia un policía de uniforme y leo la placa allí expuesta: Embajada de España, Residencia. La cancillería está ubicada en otra zona de Lisboa. Me quedo con las ganas de solicitar el pertinente permiso para visitarla, pero el tiempo manda y he quedado con mis hermanos que están ya a punto de abandonar Lisboa.

Regreso andando a mi hotel, a nos más de doscientos metros de distancia, y contacto con Eva y Paulino. Hacemos juntos una comida ligera en la pizzería Mamma Mía. Nos despedimos mutuamente. Ellos toman el camino del aeropuerto y yo regreso a mi habitación para cerrar mi equipaje.

Ya tengo la mente puesta en la noche de hoy. Sé que mi tren, el Lusitania Express, parte de la estación de Santa Apolonia a las diez y media de la noche, y que mañana domingo estaré de nuevo en mi casa de Las Rozas y la vida continuará igual, como siempre.

Pero antes de que llegue ese momento tengo que llenar las horas que me quedan de esta semana que ha sido fantástica, de modo que a las 16:00 horas (era el tiempo en que por mi reserva bussines podía dejar la habitación del hotel) dejo la maleta en Consigna y marcho en Metro a las plazas de Rossio y da Figueira. En esta última subo una vez más al tranvía 12, donde en esta ocasión se ha introducido otro grupo de españoles, media docena larga, que también da la nota con sus gritos y aspavientos.

Lisboa me despide con fados

Habiendo llegado pues a mi último día en Lisboa, la vieja Lisboa aún me reservaba una sorpresa, el mejor regalo que podía hacerme. Siempre me atrajo el sonido melancólico del fado. Tiene algo especial, pero, con sinceridad, nunca entró seriamente en los planes de mis hermanos ni el mío el tratar de disfrutar de un espectáculo de fados durante nuestra visita a la capital portuguesa.

Pues bien, seguramente para corresponder al cariño con el que yo, con el mayor mimo y sincera admiración me comporté con la vieja Lisboa, rozando, besando a través de mis cámaras sus muros, sus calles, sus iglesias, su río, ella, Lisboa, agradecida, me obsequió con el mejor regalo que podía hacerme: hora y media de fados interpretados por dos jóvenes, pero ya consagradas intérpretes, Ana Sofía Varela y Vanesa Alves. Y todo ello en un ambiente auténticamente portugués. En la pequeña sala de los servicios sociales del ministerio de finanzas, sita en la praça do comercio, o terreiro do paço, como designan los lisboetas a este lugar, y de ahí el juego de palabras del espectáculo al que asistí, “terreiro do fado”, patrocinado por una conocida marca de cerveza portuguesa; pues bien, en esa pequeña sala, como digo, tengo el convencimiento de que yo era el único extranjero.


¿Cómo ocurrió todo? Tras bajar del tranvía 12, inicio un paseo que a través de la rúa Augusta me lleva a la gran praça do Comercio, a los pies del Tajo que acaricia con sus aguas las viejas escaleras que un tiempo fueron peldaños del palacio real allí sito antes del gran terremoto de 1755.

Aquí me senté a meditar sobre mi pasado, mi presente, y sobre todo mi futuro. ¿Dónde voy, qué va a ser de mí? ¿Llevo la vida adecuada? La belleza del lugar, con el sol poniéndose por el viejo puente que en tiempos se llamó de Salazar y desde 1974 lleva el bonito nombre de “Ponte 25 de abril”, invitaba a la reflexión y en esas estuve con la mente y la vista perdida en el horizonte y sintiendo el olor marino, pues mar es el Tajo en ese lugar de Lisboa, en mis entrañas mientras respiraba un aroma que me es familiar desde mi más tierna infancia.

A regañadientes me levanté de mi asiento de piedra y me decidí a dar un paseo por la inmensa plaza sin objetivo definido. Eran las 18:05. Lo recuerdo bien, porque miré el reloj cuando me pareció oír un sonido inconfundible que provenía de los soportales del costado este de la plaza. “No estoy loco, estoy oyendo un fado”. Me acerco y allí me encuentro con un gran cartel que dice Terreiro do Fado, entrada livre, todos os sábados e domingos entre 19 de Março e 10 de Abril. No me dio tiempo a pensar más. El portero que guardaba la entrada del local, al verme allí parado, me dijo muy amablemente, “entre, señor, el espectáculo acaba de comenzar”, y no lo dudé. Entré.

Madrid, 22 de abril de 2011